Salvo por dos breves y fríos encuentros a lo largo del día, la ojiazul logró no pensar mucho en Félix hasta que llegó la hora de vestirse para la cena. Entonces, la idea de volver a verlo la puso extrañamente nerviosa, e insistió en que Alya la ayudase a elegir un vestido y a arreglarse el pelo.
Mientras se vestía, Alya parloteaba sin cesar del lord de Darfield. A juzgar por los comentarios de la entusiasmada doncella, el rubio era aún más santo de lo que el capitán Dupain podía haber imaginado. Pero Brid era consciente del deseo de su nueva amiga de verlos firmemente unidos e ignoró su conversación con educación.
De todas formas, no lograba concentrarse. Por dentro, sentía un revoltijo de emociones contradictorias. Quería estar atractiva, pero no quería llamar mucho la atención de Félix. Quería gustarle, pero deseaba permanecer distante y conservar su independencia.
Cuando estuvo al fin lista, bajó despacio la espléndida escalera de mármol y se detuvo al final. No tenía prisa por reunirse con él; cada vez le gustaba menos la idea. Debía mantenerse alejada de él, respetar la separación, hablar sólo cuando él le preguntase algo. Se dirigió sin ganas al salón, delineando los muebles con los dedos, admirando los retratos que tapizaban las paredes. Le llamó la atención uno en particular, el de una mujer que se parecía mucho al ojiverde, porque tenía el pelo rubio y una sonrisa preciosa.
El marqués de la amargura también tenía una sonrisa preciosa, sólo que rara vez la usaba.
—Es mi madre— dijo Félix a su espalda. Sobresaltada, la peliazul dio un respingo y se volteó.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del hombre cuando ella respiró hondo y miró de nuevo el retrato.
—Era muy guapa— murmuró Bridgette, contemplándola.
—Sí, lo era— coincidió él.
La ojiazul suspiró con tristeza.
—Debes de echarla mucho de menos.
El rubio le ofreció el brazo, que ella aceptó a regañadientes.
—Ciertamente— se limitó a decir él, luego la condujo a la salita dorada, la invitó a sentarse en una silla forrada de tela cretona color dorado y se acercó con elegancia al carrito de las bebidas.
Brid lo observó con los ojos entreabiertos, a través de sus largas pestañas. Iba vestido con un traje de gala negro. La blancura inmaculada del cuello de la camisa y del corbatín resaltaban aún más el poco bronceado de su rostro, y su recio pelo rubio parecía fundirse con su amplia espalda. Se mordió el labio inferior y miró a otro lado para que él no la pillara casi babeando.
—¿Un jerez?— preguntó cortésmente.
—Prefiero ron, si tienes— respondió ella.
De espaldas a ella, Félix arqueó una ceja, pero no dijo nada. Le llevó la copa, luego se instaló en una silla a su lado, cruzando tranquilamente una pierna sobre la otra.
—Me pregunto en qué parte de América, una mujer puede aficionarse al ron— dijo a la ligera.
—Aún no me he aficionado a él, pero quería probarlo— Sin detectar el gesto de perplejidad del ojiverde, sorbió despacio la bebida. Enseguida cerró los ojos y arrugó la nariz.
—¿No te gusta?— preguntó él, divertido.
Ella abrió sus ojos chispeantes.
—Me gustó más que el whisky, pero no tanto como la cerveza— afirmó con voz ronca.
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𝑬𝒍 𝒂𝒎𝒐𝒓 𝒅𝒆𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒃𝒍𝒐
Losowe-𝐇𝐚𝐬𝐭𝐚 𝐚 𝐥𝐚 𝐜𝐫𝐞𝐚𝐭𝐮𝐫𝐚 𝐦𝐚𝐬 𝐠𝐞𝐥𝐢𝐝𝐚, 𝐬𝐞 𝐥𝐞 𝐨𝐭𝐨𝐫𝐠𝐚 𝐞𝐥 𝐥𝐮𝐣𝐨 𝐝𝐞 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐫 𝐚𝐥𝐠𝐨 𝐭𝐚𝐧 𝐞𝐱𝐭𝐫𝐚𝐨𝐫𝐝𝐢𝐧𝐚𝐫𝐢𝐨 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐞𝐥 𝐚𝐦𝐨𝐫. Bridgette Dupain-Cheng parte rumbo a Inglaterra para casarse con Fé...