𝑪𝑨𝑷𝑰𝑻𝑼𝑳𝑶 4

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Félix cerró la puerta a su espalda y se quedó un buen rato con la mano en el pomo de bronce, esperando poder controlar aquellos sentimientos encontrados al tiempo que disfrutaba del sabor de Bridgette en sus labios. ¡Pensaba que sería una solterona fea! ¡Una niña malcriada, sucia y andrajosa! No una mujer así.

Furioso consigo mismo, Félix se dirigió al aparador de licores, se sirvió una copa generosa de whisky y la acabó en dos tragos. La peliazul estaba absolutamente radiante, muchísimo más de lo que él podía haber soñado. «Muy bien, Félix. Primero la humillas y luego te enamoras de ella. Estupendo» Se giró bruscamente y se acercó a la repisa de la chimenea, pensativo. No podía olvidar la mirada de ella cuando le había dicho que no la quería en absoluto. Su sonrisa contagiosa y la chispa de sus ojos se habían esfumado de inmediato, y pensó que nunca en su vida había visto una mirada más abatida. Pero estaba decidido a no sentir pena ni afecto por ella. Estaba decidido a desalentarla de aquel absurdo matrimonio.

¿Por qué demonios tenía que ser tan hermosa?

Agarró sin darse cuenta el respaldo de una butaca orejera de piel y miró furioso el vaso vacio.

Las circunstancias eran detestables en el mejor de los casos y repugnantes en todos los sentidos. Desde el día en que había recibido los papeles del abogado de Dupain, el señor Strait, lo habían mortificado el resentimiento y la furia. La carta del señor Strait dejaba bien claro que si Félix se negaba a colaborar, incumpliría un contrato mercantil, y medio Londres lo demandaría. Además, Bridgette Dupain-Cheng perdería hasta el último centavo que su padre le había dejado; Y todo, excepto una pequeña pensión, sería para la liquidación de sus deudas.

Félix habría podido vivir con ambas cosas. Estaba convencido de que si recurría aquel absurdo acuerdo en los tribunales, conseguiría hacerse valer. Si aquella pequeña bestia ojiazul perdía su dinero, lo sentiría mucho; ya le ofrecería una suma razonable para que pudiese al menos vivir decentemente el resto de su vida.

Lo que lo desesperaba era que en el intento de resolver aquel enredo, podría perder el hogar de sus ancestros. No podía volver a arrastrar por el barro el buen nombre de su familia.

Además, Dupain se había asociado con algunos de los hombres de negocios más influyentes de Inglaterra. Si al incumplir el contrato, Félix les provocaba pérdidas, los daños que sufriría él, aunque triunfara en los tribunales, serían irreparables. Nadie querría hacer negocios con él; lo evitarían y su poderosa compañía de barcos quebraría. Se convertiría en un marginado social... otra vez. En resumen, más le valdría salir de Inglaterra y empezar de cero en otra parte.

Frunció el cejo al recordar que sus propios abogados le habían confirmado la interpretación que el abogado Strait había hecho de los documentos legales. La sangre aún le hervía de resentimiento. Desde el punto de vista racional, entendía que a los diecisiete años, había firmado un documento legal y vinculante en matrimonio con ella, perfectamente consciente de lo que hacía, aunque no de las consecuencias. También entendía que su padre se había asegurado de que Félix pagaba durante toda su vida. Esperaba eso de Gabriel, pero no de Dupain. Sólo se le ocurría que el capitán no le hubiese hablado de la deuda para que se viera obligado a casarse con la niña malcriada.

Luego Thomas Dupain había intentado endulzarlo con el atractivo de una valiosa herencia, pero aquello no era ningún consuelo para Félix, que ni necesitaba ni quería el dinero de la joven. Se le hacía un nudo en el estómago sólo de pensarlo.

Sobrellevaría la situación. Viviría en su espaciosa casa de Brighton, cerca del mar, y dejaría que ella se pudriese en Blessing Park. A Lila no iba a gustarle, claro que últimamente nada le gustaba. No había forma de complacerla, y Félix sospechaba que jamás estaría satisfecha hasta que no llevase su apellido y tuviese una casa en Mayfair. Aún no había considerado oportuno comunicarle a Lila que no tenía intención de casarse con ella, conclusión a la que había llegado mucho antes de recibir los documentos en los que se le exigía que contrajera matrimonio con la niña malcriada. Para Brid sería sin duda, un alivio casarse con un marqués. Su gratitud por rescatarla de una vida sombría y proporcionarle la protección de su título, probablemente fuese tan inmensa que se propondría ser una buena esposa y darle muchos hijos.

𝑬𝒍 𝒂𝒎𝒐𝒓 𝒅𝒆𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒃𝒍𝒐Donde viven las historias. Descúbrelo ahora