Bridgette notó que empezaba a palpitarle el corazón de angustia al ver la enorme multitud que se agolpaba a la puerta de la mansión de los Delacorte. Carruajes meticulosamente adornados, lacayos vestidos de gala y decenas de invitados se apiñaban en la escalera de entrada y en la calle. La residencia de los Delacorte era por lo menos tan grande como la de Félix, si no más, y de todas las ventanas emanaba una luz intensa. Félix ayudó a Bridgette a bajar del coche, luego le ofreció su brazo, le cogió la mano y, sonriéndole para tranquilizarla, la condujo hacia la puerta principal. Ella avanzó agarrotada, perfectamente consciente de que varias personas se volvían y exclamaban al verlos. Los abanicos se alzaban y abrían, las cabezas de las mujeres se juntaban, y los ojos la escudriñaban por encima de los abanicos abiertos. También Félix se dio cuenta y le llevó una mano protectora a la cintura. Cuando ella lo miró, él le guiñó un ojo y esbozó una sonrisa; todo aquello le parecía divertidísimo.
—¡Es Darfield!
Bridgette oyó el susurro histérico, luego vio cómo se volvían más cabezas hacia ellos y se abrían de repente más abanicos.
—Cielo santo— murmuró ella.
—¡Qué chismosos!, ¿verdad? Me recuerdan a las gallinas apiñadas en torno a su comida— le susurró él al oído.
Brid sonrió y el murmullo de voces pareció aumentar. Félix se abrió paso entre la multitud, saludando con la cabeza a los conocidos, sin soltarla, con la mano anclada a su cintura, un inmenso consuelo para Bridgette. Una vez dentro, le dio el abrigo y el sombrero al criado, luego ayudó a su esposa a quitarse la capa. Cuando su vestido quedó al descubierto, ella oyó una exclamación contenida a su espalda.
—¡Félix!— Le tiró nerviosa de la manga. —¿Voy bien abrochada?
Félix le repasó la espalda con la mano, muy despacio hasta llegar a la parle baja, donde la posó.
—Vas perfectamente abrochada, cielo. Sólo admiran tu vestido.
—O su comida— murmuró ella.
Riendo, Félix la condujo entre la muchedumbre hasta lo alto de la escalera, donde los Delacorte recibían a sus invitados.
Brid olvidó momentáneamente su angustia cuando llegaron al descansillo donde se encontraban sus anfitriones. La casa era espléndida; de las molduras de las paredes colgaban enormes candelabros de cristal con velas que iluminaban todo el salón. Las paredes estaban forradas de papel de seda, salvo una, recubierta de arriba abajo de espejos, gracias a los cuales la estancia parecía aún más grande de lo que era. Cubrían el suelo gruesas alfombras, pero la pista de baile era de baldosas de mármol. A sus pies, por el interior del salón, desfilaban mujeres vestidas de colores pastel muy luminosos y hombres ataviados de elegante negro. En un extremo de la estancia había una pequeña orquesta sobre una plataforma que se alzaba por encima de los bailarines, parcialmente cubierta por una lila de plantas en macetas, la música apenas se oía con el bullicio de la multitud. En el extremo opuesto, cuatro juegos de puertas francesas conducían al balcón. Con todos los lugares en los que Bridgette había estado a lo largo de su vida, jamás había visto tanta gente reunida en el mismo sitio.
Félix le dio un codazo y ella se dio cuenta de que le estaba hablando. En seguida centró su atención en la pareja que tenían delante. Lady Delacorte era una mujer baja y rechoncha con gafas, que llevaba una enorme pluma de avestruz enterrada con una rara inclinación en su mata de pelo cano. Su marido era justo lo contrario; alto y delgado, de ojos chispeantes y coronilla descubierta.
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𝑬𝒍 𝒂𝒎𝒐𝒓 𝒅𝒆𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒃𝒍𝒐
Diversos-𝐇𝐚𝐬𝐭𝐚 𝐚 𝐥𝐚 𝐜𝐫𝐞𝐚𝐭𝐮𝐫𝐚 𝐦𝐚𝐬 𝐠𝐞𝐥𝐢𝐝𝐚, 𝐬𝐞 𝐥𝐞 𝐨𝐭𝐨𝐫𝐠𝐚 𝐞𝐥 𝐥𝐮𝐣𝐨 𝐝𝐞 𝐬𝐞𝐧𝐭𝐢𝐫 𝐚𝐥𝐠𝐨 𝐭𝐚𝐧 𝐞𝐱𝐭𝐫𝐚𝐨𝐫𝐝𝐢𝐧𝐚𝐫𝐢𝐨 𝐜𝐨𝐦𝐨 𝐞𝐥 𝐚𝐦𝐨𝐫. Bridgette Dupain-Cheng parte rumbo a Inglaterra para casarse con Fé...