𝑪𝑨𝑷𝑰𝑻𝑼𝑳𝑶 8

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Teniendo presente lo desolada que estaba Bridgette por la traición de su padre, a Félix no le extrañó que a la mañana siguiente, no se presentara a desayunar. Algo preocupado y bastante desconcertado por sus propios sentimientos traidores, trató de escuchar a Plagg, pero sin comprender bien lo que le decía. Tras varios intentos de comerse un plato de huevos revueltos terminó cediendo.

—Seguiremos en la biblioteca, Plagg— le dijo, y se levantó bruscamente de la mesa —Nino súbele una bandeja a lady de Darfield.

—Ya lo he hecho milord, pero no ha querido comer nada— respondió el mayordomo, lanzándole una mirada acusadora a su jefe.

Sin decir nada, el ojiverde salió impaciente de la habitación; a su espalda. Nino y Plagg se miraron ceñudos.

Después de pasar una hora en la biblioteca con su secretario, Félix se dio cuenta de que mientras miraba fijamente por la ventana, no dejaba de pensar en la peliazul. La recordó en el jardín el día anterior, jugando feliz a la pelota con el perro incapacitado. Recordó lo seductora que estaba cuando había interrumpido su paseo vespertino, con las mejillas encendidas por el ejercicio y los ojos resplandecientes de felicidad. Y en la cena, se había divertido mucho con sus bromas mientras él le contaba alguna de sus aventuras más interesantes por el mundo cuando era un muchacho.

—¿Está seguro?— le preguntó Plagg.

El rubio se abstrajo por un momento de sus preocupaciones y miró a su secretario.

—¿Seguro de que?

El empleado se aclaró la garganta y recolocó los papeles que tenía en el regazo.

—Me ha pedido que acepte la invitación al domicilio de lady Rossi para el próximo fin de semana— señaló tímidamente.

—¿Ah, sí?— inquirió, confundido por un momento. Lila. Tenía que hacer algo con ella, pero por su vida que no sabía qué hacer. Notó que lo sonrojaba una extraña sensación de vergüenza. Se inclinó sobre su escritorio y se masajeó las sienes. Maldita fuera, era incapaz de hacer nada en aquel estado. No podía concentrarse en nada de lo que Plagg le proponía y no recordaba haber estado tan distraído en toda su vida de adulto —Aún no lo he decidido. Si me disculpas, creo que necesito un paseo a caballo— señaló levantándose de la silla.

—¡Parece que va a llover, milord!— le gritó Plagg mientras Félix cruzaba enérgico la habitación, y recibió como respuesta un fuerte portazo de su jefe al salir. Una vez solo, se volteó desde la silla para mirar por la ventana, con una inmensa sonrisa en los labios, jamás había visto al marqués tan malhumorado, y sabía muy bien la razón —Ya iba siendo hora...— murmuró satisfecho para sí, y recogió los papeles.

El ojiverde subió la escalera de dos en dos y se dirigió a los dormitorios. Un sonido le llamó la atención y lo hizo detenerse en seco. Las notas de violín más tristes que había oído nunca, atravesaban la gruesa puerta del salón de la ojiazul. Perplejo, se acercó despacio y se agarró con fuerza al marco.

Era Brid, lo sabía. No tenía ni idea de que tocase el violín y por Dios que lo tocaba excelente. Oprimía las cuerdas con sentimiento; con cada caricia del arco, percibía el dolor de su corazón partido. Reconoció el tema de Handel, uno muy emotivo. Jamás había oído tocar el violín con tanta elegancia, jamás lo había conmovido tanto una pieza musical. La peliazul no paraba de sorprenderlo, pero aquello... aquello le llegó tan hondo que lo estremeció.

La música se interrumpió de pronto. Félix se irguió y se quedó mirando la puerta. Repentinamente avergonzado, retrocedió y miró de un lado a otro del pasillo, como esperando que alguien saliera de golpe y se riera de él por haberse conmovido tanto. Muy agitado por la música de Bridgette y por sus propios sentimientos encontrados, se dirigió a toda prisa a su dormitorio.

𝑬𝒍 𝒂𝒎𝒐𝒓 𝒅𝒆𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒃𝒍𝒐Donde viven las historias. Descúbrelo ahora