𝑪𝑨𝑷𝑰𝑻𝑼𝑳𝑶 20

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Pestañeando muy rápido, Bridgette hizo una mueca por el terrible dolor de cabeza que se apoderó de ella cuando despertó al fin, después de haber nadado en la oscuridad durante lo que le había parecido una eternidad, la luz era escasa, poco más que un leve resplandor en los rincones de las tinieblas, pero había luz. Se humedeció los labios secos y agrietados mientras se concentraba en esa claridad.

«¿Estoy soñando?», se preguntó. Tenía que estarlo; sólo eso podía explicar la imagen borrosa de Félix sentado en una silla a su lado, con los codos clavados en las rodillas y el rostro enterrado entre sus grandes manos. Un montón de rubios mechones le caían por la cara, ocultándola de ella. Algo pasaba. Tenía que ser un sueño. Estaba helada. Volvió a humedecerse los labios y trató de enfocar la imagen de Félix.

—Frío— dijo con un hilo de voz.

Él alzó la cabeza de pronto y la miró con los ojos rojos

—¿Bridgette?— le susurró de forma casi inaudible.

—Tengo frío— volvió a decir débilmente

Su sueño la oyó, entonces desapareció de pronto y volvió a aparecer enseguida con una manta. Se la echó por encima con cuidado y se la remetió bien por debajo de las extremidades. Luego se arrodilló a su lado.

El sueño no hablaba, pero sus labios temblaban levemente mientras le acariciaba el pelo. Su mirada atormentada le recorrió el rostro y, finalmente, se instaló en sus ojos. Bridgette parpadeó, incapaz de enfocar bien, pero consciente de la intensa pena que lo rodeaba.

—Un sueño— logró decir, más para sí que para él.

—No, cielo— dijo él con una extraña angustia en la voz.

La joven frunció un poco el cejo e hizo una mueca de dolor. ¿Qué le había ocurrido? ¿Por qué el Félix de su sueño estaba tan triste?

—¿Triste?— ella intentó preguntarle.

Su esposo le sostuvo la mirada un buen rato, con los ojos empañados de lágrimas, luego respondió:

—Ya no— Le acarició el pelo con ternura.

—Estás triste— repitió ella como una boba.

Él no respondió, se limitó a enterrar la cabeza entre las sábanas.

En medio de su cansancio, Bridgette se sintió algo sorprendida. Bajo la manta extra, su cuerpo empezó a desprender calor y se sintió enajenada. Los párpados comenzaron a pesarle y pestañeando por última vez, le miró su pelo rubio, el temblor de sus hombros anchos y se sumió de nuevo en la inconsciencia.

Tras unos instantes, Félix levantó despacio la cabeza y la miró. Había vuelto a quedarse dormida, pero él se sintió inmensamente aliviado. Con el dorso de la mano se limpió las lágrimas y luego miró al techo.

—Gracias, Señor— susurró.

Se recompuso y se sentó en la silla que llevaba cuatro días junto a la cama de ella. Estaba tan pálida que casi podía ver a través de su piel. En aquella cama inmensa se veía tan pequeña y terriblemente vulnerable, como si la más suave brisa pudiese llevársela.

Pero la elevada fiebre había disminuido al fin. El doctor Stephens le había dicho que quizá no despertara jamás. Le había advertido que si la fiebre no bajaba pronto, la infección de la profunda herida podía matarla. «Tiene que aguantar», se había dicho Félix. Así que se había quedado a su lado para insistirle a luchar, a vivir. Durante los cuatro días en que había sido presa de la fiebre, él había llegado a pensar que jamás se recuperaría, pero había seguido hablándole, la había obligado a saber que él la esperaba, que él, siempre iba a estar esperándola.

𝑬𝒍 𝒂𝒎𝒐𝒓 𝒅𝒆𝒍 𝑫𝒊𝒂𝒃𝒍𝒐Donde viven las historias. Descúbrelo ahora