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Frank siguió los pasos de Gabriel y al cerrar la puerta, las penumbras de una habitación casi abandonada, lo asaltaron

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Frank siguió los pasos de Gabriel y al cerrar la puerta, las penumbras de una habitación casi abandonada, lo asaltaron.

Se acercó al ventanal y corrió el oscuro cortinado haciendo que  tapara sus ojos y su nariz, pues una nube de polvillo se había desprendido del entramado y un olor profundo a humedad los asaltó.

—Dios mío… qué bajo has caído, Rutland… ¿Éste es tu escritorio?  —Dijo con cierto tono burlón. Gabriel  asintió fastidiado mientras se recostaba en un viejo sillón junto a las antiguas estanterías de su padre y  arrojaba el sobre de cuero sobre la superficie caoba.

—Ahí logh tieghnes.

—Pide al menos un café, un brandy, algo que nos ayude a concentrar un poco más…

—Deghja de beghber tanto, ya no piensghas.  —Frank sonrió y estiró su mano para tomar aquellos papeles.

— ¿Es que acaso te he fallado alguna vez? —Gabriel sonrió mientras se puso de pie y se acercó a las estanterías. El viejo despacho que alguna vez habían ocupado sus ancestros era una amplia habitación de techo alto y un solo ventanal, razón por la cual habían desistido de ella muchos años atrás. Las viejas estanterías de madera labrada se extendían hasta cubrir por completo sus muros y aun conservaban sobre ellas libros y papeles.

Frank leía con atención cada uno de los renglones, las fechas, los sellos. Nada parecía extraño o llamaba su atención.

—Cuandgho recuperghe mi lugar, volverghé a utilighzar este lugar. Me encantgha su olor.

—Olor a viejo…

—Siemprghe eres tan pocgho detallighsta.

—Y tu eres tan profundo en asuntos simples… es un viejo cuartucho en un inmenso palacio, con poca ventilación y escasa luz.

—Me gustgha.

—He notado que tienes cierta obsesión con lo común, con lo ordinario… tu esposa es clara muestra de ello —Casi como un relámpago de una tormenta enfurecida, Gabriel tenía a Frank tomado por la solapa de su camisa.

—Erghes mi amigo y te apreghcio, pero no tolerarghé más qughe faltghes el respetgho a Dana. Es mi espoghsa.  —Sus ojos traspasaban los de Caldwell que aún lo observaba sorprendido.

—Por poco tiempo, amigo mío…

—No voy a deghjarla…  —Musitó mientras lo soltaba.

— ¿Qué?

—Lo que oighste. Voy a quedgharme con ella. 

— ¿La hiciste tuya? —preguntó riendo.

—Ella esgh mía. —Respondió convencido, y su amigo largó una carcajada que resonó en las paredes de aquel cuarto.

—Entonces te ha ganado con sus encantos… ¿quién diría? La muchachita de pueblo ha seducido al exquisito y exigente duque de Rutland.

—No te pasghes… Ella esgh mía, aunqughe no en el sentighdo que piensgha tu mentghe perversa.

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