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Kent lo observaba desde la puerta del viejo estudio

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Kent lo observaba desde la puerta del viejo estudio. Llevaba la mirada regia que ya le conocía, aquel par de líneas en su frente y sus labios apretados.

- ¿Está seguro, Milord? -Gabriel levantó su mirada de los papeles que guardaba en el sobre de cuero y recriminó con la misma, cada una de sus palabras.

-No deghbes entroghmeterghte.

-Lo siento, su excelencia.

Guardó aquella valiosa carta, los papeles de la tabacalera y los gastos de Leloir de los últimos meses. Era lo único que tenía, lo único con lo que contaba. Hasta Dana se había ido y estaba tan solo que prefería no volver a recordarlo. Su convicción de duque era más fuerte que todo lo que se avecinaba, para eso lo habían educado toda su vida y había soportado los estrictos reproches de su padre.

Llegaría a Londres antes de lo planeado, pero le urgía solucionar aquel asunto de Keira antes que nada más y tratar de encontrar a Frank que no había enviado noticias desde su partida. Por lo demás, las cartas ya estaban echadas y sólo restaba confiar en Dios y en la verdad.

Subió al carruaje y dejó atrás a Leloir. Apretó su frente y miró aquella venda envolviendo su mano, que sólo le recordó una vez más que no solo llevaba una gran preocupación y responsabilidad sobre sí mismo, sino también el corazón partido de dolor.

 Apretó su frente y miró aquella venda envolviendo su mano, que sólo le recordó una vez más que no solo llevaba una gran preocupación y responsabilidad sobre sí mismo, sino también el corazón partido de dolor

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Había apoyado su cabeza en el borde de la calesa que se movía de manera desmedida mientras avanzaban por el camino desparejo. Cerró sus ojos y llevó su mano a su rostro inspirando profundo y aún percibiendo en su piel el perfume de la suya. Tragó saliva conteniendo el nudo que apretaba su garganta que ya estaba ahogada de penas y dudas.

Una mezcla de culpa y arrepentimiento la invadían. Deseó que su tía May estuviera allí para aconsejarle o hasta reprocharle, algo que anhelaba para encausar sus pensamientos tan tortuosos y disímiles.

Volvió el rostro a la lejanía, ya no había nada más que la hierba verde y las hojas ocres y naranjas de los árboles que descansaban sobre el aquel alfombrado natural. Estaba hecho. Gabriel de seguro había leído su nota y no importaba el deseo presuroso de correr nuevamente a él y pedirle que olvidara todo lo que había escrito; él ya lo sabía y debía estar odiándola por abandonarlo a un día de aquel que marcaría su vida para siempre. Apretó sus dientes odiándose por ser tan necia y por ser tan cobarde.

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