Castillo de Leloir, Leicestershire, Inglaterra. Año 1839
Su cuerpo subía y bajaba acompasado a las patas de admirables líneas de aquel purasangre, oía el resoplido ocasional de su cuerpo sudado, y el rítmico golpetear de sus perfectos cascos en el suelo. Estaba encolerizado como cada mañana de los últimos días que había permanecido en Leloir, hastiado de sus comentarios sagaces y sus reproches malintencionados, sus reclamos y sus insinuaciones incansables. Luego del desayuno, deseó liberar su mente y su cuerpo del trajín de la noche anterior. Los invitados, el bullicio, la orquesta, el baile, las conversaciones monótonas y sin sentido; de todo disfrutaba y al mismo tiempo le aburría o agotaba. Le resultaba tedioso soportar la presión de ser el Duque, y al mismo tiempo la amaba. Que contradictoria era por completo su vida.
Había considerado a Keira, aquella tarde anterior mientras paseaban por el jardín. Era sumamente hermosa y pasaban buenos momentos juntos, pero nada lo llenaba suficiente como para proponerle algo más de lo que ya compartían.
Inspiró hondo para aclarar sus pensamientos, azuzó al potro, y de un instante a otro apretó las riendas en sus manos, sintiendo sus puños hormigueando y su corazón latiendo casi al unísono con sus pensamientos. Llevaba media hora de galope constante por los campos colindantes, intentando distraerse y disfrutar de todo aquello, ese pedazo pequeño de universo que le pertenecía por derecho y mérito; pues no era sólo herencia, sino sus inversiones y sus "derroches", como le llamaba Danielle, su hermana menor, los que hacían de ese lugar, el paraíso en que se había convertido.
Aquella mañana se sentía extraño, y apretó el ceño bastante molesto preguntándose si sería el calor o la comida. Contrajo los músculos de su vientre, sintiendo una punzada dolorosa en su estómago, que se convertía en un calambre, extendiéndose hacia la parte baja de su abdomen.
Giró la rienda para volver hacia el castillo, pero finalmente jaló de ellas para detenerse, pues su brazo derecho se había amortiguado y parecía contraerse involuntariamente. El potro se detuvo, y apenas logró descender con sus piernas que parecían no tener dueño, pues el dolor lo hacía doblarse en su cintura y sentir que lo partía por la mitad. Caminó unos pasos concentrado en comprimir su antebrazo con la otra mano, apretando y masajeando el lugar hormigueante, pero nada parecía mejorar. Levantó la mirada hacia las torres del castillo que se erigían como monumentos, recordando la historia de su familia, el pasado que le pertenecía, y el futuro que ahora dependía de él. Parecían tan lejanas que se le hacía imposible alcanzarlas, el dolor era demasiado y su cuerpo parecía rígido. Concentró su mirada, por completo extrañado, pues allí entre las torres divisó dos caballos oscuros que se lanzaban volando por el cielo directo hacia él, a embestirlo y desbaratar su cuerpo con sus patas. Emitían por sus fosas nasales un humo blanco y sus ojos eran como rojas brazas que parecían consumirlo. Tragó nervioso, y a medida que se acercaban sintió solo la necesidad de escapar de aquello que lo perseguía, por lo que comenzó a correr entre la hierba. Trastabilló en el suelo y al enderezarse y sentir su resoplido cercano, continuó corriendo para encontrar refugio; sintiendo de repente las risas escalofriantes de algunas damas, la música de la orquesta y dos carruajes que se aproximaban.
Cayó al suelo exhausto, su corazón parecía salirse de su pecho, y levantó su mano para que su padre, que de repente estaba de pie junto a él, la tomara. Aquel hombre recio, de cabello cano, espalda erguida y con sus mismos ojos azules, se acercó despacio y rodeó su mano entre las suyas. Concentró sus ojos en aquel rostro conocido, pero de su boca salió una serpiente roja con delgadas líneas negras, que se acercaba deslizándose por su brazo, y abriendo su boca dispuesto a tragarlo. Rodeó su cuerpo y apretó su pecho hasta que sus músculos no respondían y el aire no ingresaba a sus pulmones, sintiendo la muerte sobre sí mismo y el acecho cruel de aquellas bestias deformes que parecían dominarlo hasta dejarlo en nada.
Todo se puso oscuro y silencioso. Su cuerpo seguía inmóvil, y sólo oyó el gemido lastimero de un moribundo que yacía a su lado, suplicando por ayuda. Apretó sus ojos sintiendo angustia y lastima por aquel miserable que moría solo, mientras una nube oscura y pesada, cual humo que sale de un volcán o de las fauces de un dragón embravecido, lo rodeó como si fuese a tragarlo. Quería gritar y no podía pronunciar palabra, su lengua estaba pesada como una roca y sólo oía aquel gemido apenas audible, que parecía extinguirse hasta convertirse en el hipido de un desahuciado.
Se retorció sobre la hierba no sintiendo más que aquel dolor insoportable y su brazo entumecido, al igual que su abdomen que se sentía ahuecado. Entonces exhaló desesperado y fue consciente en aquel instante, que no se había movido ni siquiera un ápice del caballo; que el moribundo era él mismo, y era su cuerpo el que se retorcía acalambrado, su brazo el inmóvil y contraído; su lengua la que no pronunciaba palabra, sino sonidos guturales; y el aire no ingresaba. Todo parecía perdido y oscuro, todo había terminado.
Uff... qué lindo empezar algo nuevo!
Ansiosa por leerlos!
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Junto a Ti
Ficção HistóricaCOMPLETA N°1 ranking Novela Histórica Mayo 2020 ROMANCE HISTÓRICO Año 1839 En Inglaterra. Gabriel Reece Relish, es el duque de Rutland. Jóven, sumamente inteligente, elegante, intrépido, repleto de magnificencia y desparpajo, que desperdicia la vida...