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Cuando el carruaje se detuvo en la entrada de Leloir, corrió tan rápido como la falda de su vestido se lo permitía, desoyendo por completo los llamados insistentes de Darla que al verla subir las escalinatas, corría tras ella y la llamaba a viva voz

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Cuando el carruaje se detuvo en la entrada de Leloir, corrió tan rápido como la falda de su vestido se lo permitía, desoyendo por completo los llamados insistentes de Darla que al verla subir las escalinatas, corría tras ella y la llamaba a viva voz. Cuando llegó a la habitación, ésta estaba ordenada, silenciosa y vacía. Sintió el sudor correr por su espalda aún a pesar de que la mañana estaba fresca, y apretó más sus dedos aferrados a la bolsa de floripondio. Miró en todas direcciones y entonces cuando Darla finalmente la alcanzó, fue que sus palabras la desarmaron.

—Se ha ido. He querido decírtelo desde que atravesaste la entrada... —Estaba tan agitada por la corrida, que sus palabras apenas llegaron hilvanadas por inspiraciones y espiraciones profundas.

— ¿A dónde? —dijo con voz entrecortada y cargada de una profunda desilusión.

—A Londres... Salió como un rayo ayer, apenas supo de tu huida. Por cierto ¿Qué haces aquí? Me tienes desconcertada...

—Darla, difícilmente pueda explicarte lo que yo apenas comprendo. Por favor, no me hagas preguntas ahora, solo consígueme la receta del doctor Hendricks...

— ¿Qué receta?

—La que te dio para Lady Realish...

—No me dio receta, trajo el preparado.

—Búscalo, yo iré por Connor.

— ¿Por Connor?

—Darla, no me hagas preguntas... ve por lo que te he dicho.

—Apúrate entonces, los vi temprano preparar el carruaje para marcharse, imagino que a Londres...

Dana corrió hacia la ventana y desde allí vislumbró la casa del guarda entre los árboles lejanos. Recogió su vestido nuevamente y mientras tomaba el sendero que discurría entre las amapolas y los narcisos, en su corazón latía desenfrenado el deseo de que al menos eso resultara bien. No había pensado que Gabriel pudiera irse tan pronto, y volvió a lamentarse por haberlo abandonado mientras todo aquello aún no había acabado. Se sintió desesperada e inútil, egoísta y la más miserable esposa y duquesa que Dios había podido darle.

Cuando al fin se detuvo, aferró su mano al tronco del viejo roble y expiró aliviada al notar aún al carruaje apostado en la entrada.

Rodeó la casa y aguardó entre las viejas ramas. Vio a Lady Catherine acomodarse el sombrero en la habitación de la planta superior y a Lord Brown ultimar algún detalle con el cochero, pero debió detenerse en el lugar un tiempo más hasta que vio al niño con sus pantaloncillos cortos y su barco entre sus brazos, sentarse en las escaleras de la galería. Deseó llamarle con todas sus fuerzas, pero a su voz desesperada la había silenciado su cordura.

Se acercó en silencio y entre los troncos, hasta tenerlo en frente, corrió hasta el carruaje y desde allí levantó la cabeza y sólo lanzó una pequeña piedrecita que cayó junto a los primeros escalones, pero fue hasta que lanzó la tercera, que consiguió que Connor levantara la mirada y entonces rápidamente sacudió sus brazos. El muchachito abrió sus ojos sorprendido al verla, pero casi instantáneamente corrió hacia allí. Ella lo tomó de la mano y volvieron a los árboles.

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