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La vieja calesa se sacudía de un lado a otro en un silencio nocturno que aterraba, o quizás no era la noche sino sus pensamientos angustiados por las consecuencias de sus actos

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La vieja calesa se sacudía de un lado a otro en un silencio nocturno que aterraba, o quizás no era la noche sino sus pensamientos angustiados por las consecuencias de sus actos. Prefirió callarlos y descansar. Apoyó la cabeza sobre las tablas y cerró sus ojos concentrándose en el ruido de los grillos, las cigarras, la brisa fresca colándose entre las delgadas hendijas y la voz del hombre que continuaba parloteando sin que ella pudiera ya seguir el hilo de la conversación.

La cabeza de Gabriel descansaba sobre sus piernas y el peso al avanzar milla a milla le adormecía desde su muslo hasta los pies. Inspiró profundo y entornó apenas sus ojos contemplando su rostro a la luz platinada. Su barba larga y sus párpados relajados, la manera calma en que sus manos descansaban al costado de su cuerpo y su respiración tan suave le hacían pensar que el movimiento le agradaba, o tal vez percibía que ya no estaban en Leloir y le daba tranquilidad. Aquella idea le hizo sonreír levemente, pues prefería pensar en eso y no en la posibilidad de que ya la hubieran descubierto y que rápidos caballos purasangre corrieran tras ellos para llevárselo y condenarla a una muerte segura.

Movió su cabeza en negativa y trató  de recordar a su padre, sus palabras dulces, sus consejos y sus enseñanzas. Quizás sentiría vergüenza de su accionar o tal vez estaría orgulloso por no dejarse vencer, por la ayuda que estaba brindando a un hombre que por aquellas horas y a pesar de sus títulos, su apellido y su dinero, se encontraba  indefenso por completo. Prefirió pensar en la última posibilidad mientras secaba una lágrima que se escurría y se concentraba en sus próximos pasos.

El estruendoso “Ohhh” del dueño del transporte sumado a los caballos que se detuvieron, la sobresaltaron por completo y no pudo evitar que un gemido se escapara de sus labios al mismo tiempo que  asomaba su cabeza hacia afuera y frente a ella se encontraba la posada Las Espadas.
Miró el rostro del duque que aún permanecía dormido, y el señor Dumm le ayudó a bajarlo de la calesa e ingresar al lugar.

Una vieja casona con un barrote donde permanecían atados algunos animales, sus bebederos y algo de comida estaba frente a ellos. La luz era tenue y apenas alcanzaba para ingresar sin tropezar en los tres peldaños que subían hacia el comedor. Cinco mesas pequeñas y algunas sillas ocupadas por tres hombres quien a esa hora ya estaban medio borrachos, apoyados en sus codos y riendo vaya saber Dios de qué.

—Hemos llegado señorita. Anuncie sé para que le den el cuarto. Yo me quedaré con Peter.—Asintió y mientras se acercaba al lugar buscando al posadero, apretó sus ojos al sentir las miradas de aquellos viajeros.

—Buenas noches… —llamó con timidez. —Buenas noches… ¿Posadero? —jamás había estado en un lugar como aquel sola, y aunque no lo estaba en aquel momento, Gabriel aún permanecía bajo los efectos del opio y pensó que pronto despertaría pues sus movimientos se notaban más conscientes. Aquello era otra de sus preocupaciones que para ese instante ya eran demasiadas. Su familia, la salud del duque, el dinero, el viaje, a donde iría y qué haría cuando él despertara. Suspiró al ver una señora regordeta que se aproximaba rápidamente y un tanto fastidiada. Llevaba el cabello ondulado bajo una cofia dejando escapar algunos mechones, un delantal amplio y sus mejillas coloradas.

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