𝕦𝕟𝕠.

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Cuando Eddie conoció a Richie personalmente, no se parecía en nada a como se lo describían todos aquellos días que se mantuvo encerrado en el hospital por los ataques de preocupación de la señora K. por su salud física. Ella había conseguido que a Eddie se le programara una revisión médica todos los jueves y viernes para confirmar que su asma no hubiera avanzado, que sus huesos estuvieran fuertes y que ella tuviera unas horas de pláticas chismosas con sus amigas que trabajaban en la enfermería. Llevaba una vida entera entrando y saliendo del hospital, con nuevos medicamentos, con nuevos amigos y de vez en cuando con una "enfermedad" menos.

Y a la edad de trece, él estuvo presente cuando su enfermera designada susurró entre dientes que el nuevo muchacho le daba miedo, claro que no sabía de quién se trataba pero se dejó llevar por los comentarios de enfermera a enfermero. Su doctor de cabecera se convirtió igual en el del chico misterioso de condición "desconocida", así que había ocasiones en las que le oía hablar con los padres del chico sobre cómo su vida podría ser difícil ante nuevas etapas, pero esperaba de ante mano que lo vieran como un chico normal, que lo dejaran caminar con la confianza en su «nueva vida».
Creció con la idea de que el chico era un tomate hervido a punto de explotar; que parecía una frágil mariposa aunque inofensiva, pero hubo un enfermero en específico que le decía que le daba repulsión tener que limpiar su habitación, que era un desastre total el genio del chico, un maleducado sangrón. A Eddie le provocaba un asco total saber que su habitación estuviera cerca de donde él siempre se instalaba, Eddie quedó con la esencia impregnada de disgusto al solo pensar en él.

Pero cuando cumplió dieciocho y a él los chequeos médicos solo se le hacían por no perder la costumbre, tuvo un primer contacto con el misterioso chico de fragilidad inmensa.

Entró sin permiso al consultorio del médico Roberto dispuesto a sentarse con confianza, cuando se detuvo en seco y tuvo un par de ojos oscuros que lo escanearon de abajo hacia arriba; con el entrecejo fruncido retrocedió para cerrar la puerta pidiendo disculpas pero enseguida Richie sonrió al levantarse y sus gafas cayeron. Como acto reflejo Eddie se hincó y las recogió por él, se las entregó y el doctor Roberto mencionó que ya podía pasar, solo se estaban despidiendo. El chico pálido susurró un gracias con una sonrisa de oreja a oreja y dejó el consultorio.

Y para sorpresa suya, él no era nada de lo que los rumores me llegaban. De hecho, se llevó la grata sorpresa de hacer clic con su personalidad chillona e inquieta, tan inquieta que ya había creado un tic nervioso de acomodarse las gafas -cuando las llevaba puestas-, por el puente de su nariz bastante seguido, incluso sin que él se moviera; claro que no es como si él pudiera hacerlo con facilidad, a pesar de tamborilear los dedos cada segundo por querer moverse libremente, simplemente se quedaba ahí; quieto, inmóvil, tocando de vez en cuando la fina tela de la sudadera que él mismo había confeccionado.

Eddie se dió cuenta de ello pues tan solo con la interacción de sus gafas descubrió que el chico alto pasaba leyendo en la misma habitación donde Eddie solía esperar a su madre, fue como si tan solo formara una mancha color gris en su alrededor y al saber quién era hubiera recobrado su color para hacerse notar. Empezó a sentarse cada día más cerca de él como simple casualidad, iniciando conversaciones triviales sobre cómo el calor era insoportable o que estaba esperando con desespero salir de Derry para divertirse en la playa; porque había que admitir que no le dio el asco que esperaba sentir al verlo y en realidad Richie era apuesto; le sacaba una cabeza de altura a pesar de Eddie tener dieciocho años, sus gafas tipo de botella de soda de cristal protegían su vista espantosa y sus ojos marrón. Tenía el cabello hecho un desastre cada día de su estadía en el cuarto, rizos rebeldes le salían de su larga cabellera a cada momento y se enfadaba porque le nublaba la vista cuando estaban directo en la frente. Era delgado, los huesos se le marcaban en sus partes notables, tenía unos dedos largos y ágiles, llenos de ampollas. Era pálido como una maldita hoja de papel con los pómulos rojos; las marcas carmesí se le veían de vez en cuando en el cuello, a veces en el dorso de la mano, otras en su estómago y bastante seguido en sus piernas.

Richie padecía de Dermatografía. Era alérgico al contacto físico. Le diagnosticaron a los quince años cuando en una fiesta él se abrazó a una chica y comenzó a hincharse, se sentía caliente y le dolía cada parte de su cuerpo que se encontró en contacto con su acompañante. Richie considera esa noche como la que marcó un antes y un después en su vida. Con el tratamiento al que lo habían sometido, llevaba mejor su enfermedad, no debía provocarse roces bruscos; rascarse era una maldición y si alguien más aparte de su persona lo tocaba con presión se le marcaba y le ardía, e incluso su mismo contacto continuo al caminar podría hacerlo dormir un día entero del dolor. Él tuvo que empezar a desechar su ropa y diseñar la que más le convenía a su piel con telas agradables a los diecisiete años; él mismo confesaba que fue una mejor inversión.

Todo eso salió de una plática una tarde en que en el comedor solo estaban Eddie y Richie; este último le ofreció su pudín de vainilla porque le daba asco, a él le gustaba el de chocolate y nada más.

En la mente del más chico se recreó la imagen pasada de que Richie podía parecer un tomate hervido y era asqueroso siquiera darle un vistazo; pero al contrario de aquello, lo único que llenó su vista fueron los labios carmín del chico pálido y se preguntó si acaso podría algún día tocar sus dedos que parecían los de un ángel guardián de las puertas del cielo.

Piel escrita // reddieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora