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     El ruido blanco del disco por la falta de canciones en el álbum, deja de oírse al apartar la aguja. De esa forma, dejará de rayar los surcos. Es un día más en Neoston. Y Nam Joon se prepara antes de salir, volver a hacer su rutina y pretender que todo es normal, que en la noche anterior la pasó fantástico. Alejarse de las rarezas del pueblo será lo mejor para su supervivencia, de lo contrario, pecaría de curioso. No deberá averiguar lo que nadie le pidió, nadie quiere saber ni ver lo que todos ven.

    Sin embargo, intentar salir hacia afuera, frustra sus planes. Hay una gran burbuja de metal. Ahí, sin más, saludándolo con un brillo reluciente y novedoso. Ocupan un espacio, un lugar en su terreno que lo sobresalta. ¿Alguien la habrá traído? ¿La tiraron?

    La compara con una bomba, en tamaño gigante. Por si acaso, decide encerrarse, espera el momento oportuno en que su vida terminara en cuanto el contador llegara a cero -si es que funcionaba con contador-. Escribe una lista de cosas, sus últimos deseos antes de morir con verdadero sentimiento, aferrado a su bolígrafo de tinta negra. Son las cosas que nunca pudo probar ni ver en sus veintiocho años de vida.

    Entre ellas, lograr fotografiar un picogordo. Un pequeño ave que la última guerra se llevó consigo. Las lágrimas entorpecen su escritura, manchan el papel, se ensucia los dedos e incremente el ruido de su sollozo. Tonto e ingenuo, la máquina desde fuera emite un silbido. Como si intentara encenderse pero no funcionara el motor.

    ¡Está salvado!

    Tonto e ingenuo, Nam Joon.

    Presuroso, con el sabor salado en sus labios, nota el desperfecto de la máquina. Es algo sencillo a simple vista y entra en su interior, sintiéndose apretado en el espacio. El asiento es curvo, se adapta completamente a su cuerpo. Lo envuelve un aroma metálico, las luces encendidas y algo debajo del asiento lo incomoda. Intenta revolverse porque tal vez sea el holgado cojín, encontrando de este modo un interesante cuaderno de notas.

    Lo abre.

    Descubre su nombre en él más una fotografía de uno de sus tantos deseos: un picogordo.

    En sus dedos percibe una corriente eléctrica, cree quemarse las yemas, las palmas le pican, por eso lo suelta como si fuera algo terrible. Completamente confuso, aturdido y negado a creer que todo eso sea suyo. Imposible. No es suyo.

    Pero es su letra. Y su nombre.

    —No, no, ¡no!

    Porque no es posible.

PARALLELDonde viven las historias. Descúbrelo ahora