I
Japón, periodo Sengoku.
La luz argéntea de la luna se derramaba sobre los campos de arroz como la tela de un kimono sobre el cuerpo de una mujer. Lo hacía con suavidad y ligereza, pero envolvía cada junco que crecía en las acequias y acunaba con ternura las altas copas de los árboles.
Sin embargo, aquella luz no alcanzaba a Tomohisa. Arropado por la oscuridad de la noche y de su propio interior, hacía tiempo que no sentía la necesidad de caminar bajo tanta luz. Aun así, pensaba de vez en cuando, la echaba de menos.
—¡Eres un maldito traidor!
—Le dijo el rescoldo al ascua —contestó este con un murmullo, sin siquiera mirarle. Sus ojos oscuros estaban fijos en el curso de las nubes que, como deshilachados algodones, recorrían el cielo nocturno. Cuando estas taparon la luna y el viento de Fūjin se enredó en su coleta, apartó la mirada de los extensos campos y la clavó directamente en el hombre que, maniatado y con una fea herida en la frente, le increpaba aún entre murmullos—. ¿Cómo está tu familia, Kenzo? ¿Sigue la pequeña Sakura obsesionada con los abanicos?
El hombre, aún ataviado con la armadura que le caracterizaba como samurái, palideció al escuchar a Tomohisa. Apretó los dientes y trató de zafarse de sus ataduras, pero el otro guerrero había aprendido bien las artes de los asesinos, así que intentar escapar era, simplemente, una tontería.
—¡Deja a mi familia en paz, monstruo!
—Me halagas —contestó él con suavidad, mientras desenvainaba la katana que siempre llevaba con él y que había pasado por mejores épocas, aunque seguía igual de afilada que en aquel entonces—. Si monstruo significa que no soy como tú... es el mayor honor que puedes concederme.
—¡Solo hicimos lo que teníamos que hacer, maldita sea! ¡Deshonrasteis a la familia Konoe! ¡Echasteis por tierra todos nuestros valores!
—Rectitud, disciplina y amor —susurró entonces Tomohisa y apretó los dedos en torno al pomo del arma, con fuerza y rabia—. Jamás he actuado bajo otros principios. Y él tampoco. Los únicos ciegos fuisteis vosotros, que no quisisteis ver. Os cegó el miedo.
—¡Jamás hemos visto mejor!
Al escuchar su fervorosa afirmación, Tomohisa sonrió y se aproximó hasta que llegó a su lado. Después se agachó, apartó el largo pelo oscuro que caía sobre su armadura a pesar de estar recogido, y sacó de debajo de la pechera una delicada cadena de plata que sostuvo frente a los ojos de Kenzo, para que pudiera ver bien los múltiples dientes sujetos a esta.
—Ellos dijeron lo mismo, ¿sabes? Exactamente lo mismo que tú. Y sin embargo, Tsukuyomi me bendijo a mí en cada duelo. ¿Crees que contigo va a ser diferente? —preguntó entonces y, tras guardar con cuidado la cadena, se levantó y cortó las cuerdas que impedían que Kenzo se abalanzara sobre él—. He venido a por tu corazón —le informó—. Y no pienso marcharme sin él.
El duelo se inició en cuanto la luz del dios Tsukuyomi se derramó, una vez más, sobre los campos de arroz. Su brillante resplandor estalló en el filo de la katana que Kenzo desenvainó y se difuminó en pequeñas motas que titilaban en la armadura de ambos ronin.
El sonido de ambos aceros al estrellarse crujió en mitad del silencio y tronó en aquel pequeño valle de campesinos. Aquel duelo se convirtió, a los pocos pasos, en una danza milenaria de fintas y embates que, en cada choque, se separaban con el fulgor rojizo de las chispas.
Fue un combate salvaje, pero no por ello estuvo exento de elegancia y honor. Cada movimiento ensayado durante años era un tira y afloja de voluntades, cuya fuerza duró casi hasta el amanecer, cuando Tsukuyomi y su mensajera, la luna, estaban a punto de abandonar el tiempo. Fue entonces cuando las fuerzas de Kenzo flaquearon y cuando Tomohisa se hizo más fuerte. Bastó el roce del primer rayo de Amaterasu, entremezclado íntimamente con el último suspiro de Tsukuyomi, para que guiara su katana con letal precisión.
El acero atravesó la tierna carne de Kenzo.
La sangre, rubí y espesa, goteó sobre las briznas de hierba.
—Te lo dije —susurró Tomohisa, mientras empujaba con fuerza y sostenía la empuñadura contra el cuerpo de su antiguo amigo—. Estabais ciegos. Y yo juré abriros los ojos antes de que los cerrarais por última vez.
—Akira...
Tomohisa se estremeció al escuchar aquel nombre que lo perseguía desde hacía meses y gimió. Sus ojos se llenaron de recuerdos de sábanas y susurros entrecortados de pasillo, aunque no tardaron en velarse por culpa de la rabia y las lágrimas.
—¡No te atrevas a mencionar su nombre!
Un gorjeo de agonía fue lo último que brotó de los labios de Kenzo. Su mirada se ensombreció a medida que la vida se escurría de su cuerpo y, poco a poco, su fuerza le abandonó. Se recostó, mientras luchaba por respirar, sobre el que había sido su aprendiz y negó con la cabeza, aunque no dijo nada más.
Ni siquiera cuando su espíritu abandonó su cárcel de carne.
Ni cuando Tomohisa, entre sollozos, le quitó los dientes.
Y mucho menos cuando, con las manos temblorosas, le arrancó el corazón.
Continuará...

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Solo una noche más
RomanceJapón, periodo Sengoku. Tras el levantamiento y la traición de los samuráis de la familia Konoe, nada tiene sentido para Tomohisa. Su vida, ligada íntimamente al damyo de la familia, Konoe Akira, no merece la pena si él ya no está. Aunque hay maner...