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Adela, mi madre, personificaba esa parte de mí que aún se resistía a creer en un futuro para cualquiera de mis relaciones amorosas, especialmente para la que tenía con Lucas. Mi padre estaba casado cuando los dos me concibieron y lo único que le dijo a ella fue que le pagaba el aborto. Adela se negó y se mudó a Valdelarrosa, un pueblo ubicado al norte de Sevilla, en Sierra Morena, así que yo crecí debiéndole la vida en más de un sentido mientras mi padre solo me provocaba rencor.

Un rencor alimentado por mi madre, que me hizo una mella profunda sin darme ni cuenta. Y eso unido a que me fijé en Lucas, un hombre bastante mayor que yo y que acabó desposando a otra, me terminó convenciendo de que el amor tampoco estaba hecho para mí. De que esos Te pareces a tu padre que ella me dedicaba cuando no me comportaba correctamente, eran ciertos de algún modo.

Esa mella seguía ahí y no sabía si algún día me dejaría en paz, sin embargo, mi confianza en Lucas era más fuerte. No pensaba que nuestra relación no pudiera acabarse, la mella me hacía contar con eso, pero, para ser sincera, no veía el final. Y el sábado por la mañana, mientras esperaba el tren y temía lo que fuera a pasar ese día, saber que la última semana había sido la mejor de mi vida me hacía sentirme satisfecha.

Lucas nos esperaba a Marina, Héctor y a mí aparcado frente a la salida de la estación. Había alquilado un coche que él mismo conducía, aunque Rodrigo estaba allí de todos modos. También estaba el guardaespaldas de su hermana, Mario, en el Audi azul. Marina se sentó en la parte de detrás con Héctor y yo me puse delante con mi novio.

―¿Cómo funciona? ―pregunté en cuanto besé a Lucas.

―Con mis dos manos ―contestó con una sonrisa.

Volví a besarle y a volver a hacerlo. Marina carraspeó, pero él me cogió del cuello por si me daba por separarnos. No pensaba hacerlo: la hora de viaje en el tren se me había hecho eterna.

―¿Podemos irnos ya? ―acabó preguntando Marina.

Lucas me besó una última vez antes de arrancar el motor.

Mi pulso se fue descontrolando por momentos y las manos empezaron a sudarme cuando todavía faltaban casi diez minutos para llegar a nuestro destino. Lucas puso su mano sobre las mías como una cálida manta, que me insufló tranquilidad sin necesidad de palabra alguna.

Cuando por fin vi el bloque de pisos en el que me había criado, en la plaza con el gran alcornoque en la que había pasado tantas tardes, tuve que respirar hondo un par de veces. Lucas les ordenó a Marina y a Héctor que bajasen del coche, me rodeó con un brazo y me aseguró al oído que todo saldría bien.

―No sabes cómo es ―repuse.

―Es una madre. Quiere proteger a su hija.

―No es solo eso. Ella odia a los hombres. No cree que haya ninguno decente y yo pensé lo mismo durante bastante tiempo.

―Así que por eso no intentaste nada cuando estaba casado.

―Este humor tuyo me desconcierta un poco.

Sonrió y me besó en la mejilla.

―Diga lo que diga tu madre, quiero que tengamos sexo en tu antigua habitación. ¿O no te gustaría?

Temblé como una vela ante la brisa. Más de una y más de dos habían sido las veces en las que me lo había imaginado allí, tumbado conmigo en la que fuera mi cama. Mis pensamientos y su lengua en mi oreja terminaron haciéndome gemir.

―No, quieto ―pedí cuando intentó meterme mano―. Que por aquí hay muchos niños.

―Tuve que pedirlo con los cristales tintados.

Atado a ti (2022)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora