Dos años después de comenzar mi relación con Lucas, él decidió terminarla.
Y durante todo un mes, la certeza de que no iba a poder superarlo jamás me acompañó, en la cama y en el sofá, junto a mi nueva compañera de piso y junto a mi madre. Después, cuando vi que todo el esfuerzo que había empleado durante ese curso iba a perderse también, cogí esa sensación, la encerré en una caja y tiré la llave bien lejos. Solo tenía veinte años y no pensaba arruinar mi futuro por un hombre, ni siquiera por Lucas.
Sin embargo, a lo que sí debía renunciar era a mi amistad con Marina. La única forma que veía para que aquella llave no apareciera nunca era no volver a saber nada de él, motivo por el que me cambié al horario de tarde. Y algo similar sucedió con Antonio, a pesar de lo bien que me habría venido su talento para distraerme, con el añadido de que no deseaba que él se sintiera como yo. Me vi entonces muy sola, aunque conviviera con mi amiga Cristina, hablase a menudo con Paula y mi madre me diera todo su apoyo, pero estaba convencida de que aquel era el camino correcto para mí.
Cuando me reincorporé a las clases, Cristina me presentó a uno de sus compañeros: Fernando, un chico guapo y cariñoso. Ese fin de semana salí con ellos y otros tres alumnos, y me follé a aquel desconocido en el baño de la discoteca. Solo pretendía distraerme, no quería nada más, pero se repitió varias veces, y al final, Fernando me pidió salir.
Le dije que sí como quien se agarra a un clavo ardiendo. Disfruté de sus atenciones como quien se retira a un balneario quemado por el trabajo que es su pasión. Conocí el tipo de relación que debía desear, estable y prometedora, pero no duramos ni dos semanas. No solo no podía fiarme de él ni de mí misma, no solo nos veía como desde otros ojos, sino que cada vez me aliviaban más nuestras despedidas.
Porque sí, por el día, aquel teatro de autosuficiencia que me había montado funcionó como un reloj, gracias a que yo ponía todo mi empeño y a la universidad, los libros y las series, los aparatos del nuevo gimnasio al que me apuntó mi madre, y a las conversaciones absurdas y las pollas extrañas, que fueron muchas después de Fernando. Pero luego llegaba la noche, me sumía en la oscuridad de una cama vacía anhelando volver al pasado, y no podía evitar emocionarme ni tampoco las pesadillas. Aun así lo intenté, con todas mis fuerzas, pero lo único que conseguí fue un ataque de ansiedad.
Entonces, mientras esperaba en el hospital a que me hiciera efecto la pastilla que me habían dado, me pareció ver a Héctor. El corazón me dio un vuelco que me puso en pie como propulsada por un gran resorte. Pero el hombre se perdió tras un recodo del pasillo y me dije que solo habían sido imaginaciones mías, y que, de todos modos, no iba a perseguirle por mucho que lo desease.
Sin embargo, estuve muy pendiente de mi alrededor a partir de ese momento. Tanto, que al final me metí en un callejón y esperé detrás de un cubo de basura. Y pronto escuché unos pasos que se me acercaban, pero mi pulso ya no podía acelerarse más o me daría un infarto. Respiré hondo y salí de repente, adoptando una de las posiciones que el propio guardaespaldas me había enseñado.
Y allí estaba él. Héctor me miró con cara de haberla cagado, aunque se recompuso enseguida.
―¿Qué haces aquí? ―exigí saber.
―Estaba dando un paseo y quería saludarla, señorita.
Y yo quise creerle, y callarme, y marcharme de allí.
―Ya no soy una señorita, ¿no te acuerdas?
Se encogió de hombros y me hizo el gesto de quien se despide tocándose el ala de su sombrero. Una fuerza que no era de este mundo me empujó a interponerme en su camino.
―¿Sigues vigilándome? ―le espeté.
―Nunca hice eso, señorita. La protegía.
―Como sea. ¿Sigues haciéndolo?
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Atado a ti (2022)
RomanceIrene Muñoz era una niña cuando conoció a Lucas Castro, el hermano mayor de su mejor amiga, y se quedó impresionada con él, con su carisma y decisión. Su diferencia de edad y el matrimonio de Lucas los mantuvieron alejados, hasta que a punto de ir a...