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Aunque tendría que esperar al siguiente curso para regresar a las clases matutinas, en todo lo demás podía dar marcha atrás. Podía regresar a vivir con Marina, podía dejar de alternar con gente que nada me aportaba, podía limitar el contacto con mi madre todo lo posible, y podía comprarme un juguete nuevo y olvidarme de los hombres por un tiempo. Podía, en resumen, tomar las riendas de mis sentimientos y buscar beneficiarlos todo lo posible.

En eso mismo pensaba mientras acudía a mi primera cita con una psicóloga muy bien valorada en internet. No quise aceptar la recomendación de mi madre, me entraban escalofríos de solo pensar que pudiera enterarse de algo de lo que hablara en la sesión, aunque de todos modos ella se encargaría de pagarlo. Barajé la opción de acudir a la sanidad pública, pero debería esperar varias meses entre sesiones y, además, mi médico de cabecera prefería mandarme pastillas. La psicóloga se llamaba Lourdes y tenía la consulta cerca del piso de Marina, así que las dos fuimos andando hasta allí.

Iba dispuesta a ser sincera y sospechando que lloraría en algún momento, sin embargo, no fue por hablar sobre Lucas. De hecho, apenas lo mentamos. Porque todo cuanto sentía en esos momentos estaba enraizado, como en todas las personas, en vivencias que comenzaban en la niñez. En mis padres. En mis primeras relaciones sociales. En el convencimiento de que nadie podría llegar a amarme y ser correspondido. Y en la tensión que existía entre este convencimiento y mi ferviente deseo de que sí sucediera.

Pero no se refería solo al amor en pareja. La certeza de que mi padre no me quería, de que evidentemente me despreciaba, me faltaba en el caso de mi madre. Ella tenía bastante pensado mi camino y era feliz cuando yo lo recorría, como en apariencia había ocurrido en los últimos meses, no cuando me dirigía hacia lugares que no contaban con su aprobación, sin importar que en estos lugares se hallase aquello que me hacía feliz a mí.

―No creo que eso sea amor ―murmuré, enjugándome las mejillas con un pañuelo de papel.

―El amor es un sentimiento muy complejo y no siempre beneficia al amado. Puede construir, que sería lo ideal, pero también destruye aunque se pretenda lo contrario. Así, una madre que por miedo protege demasiado a su hijo lo está condenando, sin querer, a depender de ella o a rebelarse de una forma perjudicial. Lo mismo pasa al contrario, cuando se permite demasiada libertad: todos los niños necesitan ciertos límites para crecer sanos. Ser padres no es una tarea sencilla, porque requiere abundantes sacrificios, y, además, uno sabe que con el tiempo tu hijo podría arrepentirse de sus actos.

―Sí, todo eso lo entiendo, pero me gustaría saber cómo le hago ver que tengo derecho a tomar mis propias decisiones. Ya no soy ninguna niña.

―Y aunque lo fueras, Irene. Tanto la excesiva indulgencia como la falta de ella podrían considerarse abuso infantil, aunque no sea algo deliberado por parte del progenitor, y eso estaría en el fondo de todo. Además, me cuentas que tu madre te puso en contra de tu padre y que pretende que no cometas su mismo error. Es decir, se ha proyectado en ti, lo que tampoco te habría beneficiado demasiado. ¿Qué puedes hacer ahora? Bueno, eso ya lo irás descubriendo, pero te puedo decir que, como en cualquier otra relación en la que intentan controlarte, hay que poner límites y, para ello, es necesario premiar los actos ajenos que queremos recibir y rechazar los que no. Pero, sobre todo, hay que ser independiente en el aspecto más importante: el económico, pues es el único que, llegado el caso, te permite dejarlo todo y buscar un sitio mejor.

―¿Eso quiere decir que debo ser independiente en los otros aspectos también?

Me miró como si supiera las ganas que tenía de hablar sobre Lucas.

―¿En qué otros aspectos consideras que eres dependiente?

―Necesito a una persona en especial.

―¿Toma alguna decisión por ti?

Atado a ti (2022)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora