Capítulo III.

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Llegó el lunes y eso quiere decir una sola cosa: universidad.

Ah, y madrugar.

Algunas veces pienso si es necesario despertar y prepararme temprano para perder tiempo en asignaturas que lo único que brindan es dolor de cabeza, pero luego me retracto cuando llegan a mi mente esas personas que podría salvar en un futuro.

Elías nos pasa a buscar junto con Sky en su auto. Y pedir este pequeño favor con mi hermano nos da una cierta molestia en la boca del estómago, porque no nos gusta molestar a los demás para satisfacernos; pero hasta que nos brinden el permiso de conducir en Estados Unidos, que va a tardar unas semanas, mi mejor amigo quiso ayudarnos y no quedó otra que aceptar. Además, de alguna u otra forma, sabemos que lo necesitamos y es una buena manera de ganar el tiempo que perdimos los cuatro al estar lejos.

El viaje a la universidad fue hermoso, mis amigos cantaban y hablaban tanto que me costó reaccionar y prestar atención a las conversaciones que tenían. No supe si era porque seguía dormida o por los nervios del primer día de clases. Imagínense lo despistada que estoy, que no me di cuenta cuando aparcamos en un estacionamiento gigante lleno de distintos vehículos, desde bicicletas a motocicletas, hasta autos y camionetas super gigantes.

Bajo del auto a los trompicones y la claridad del bello sol que acompaña el día hace efecto en mis ojos, produciendo que guíe la vista a los cientos de alumnos que se dirigen a la arquitectura que está frente a mí. Algunos de ellos van solos, ensimismados en su mundo, mientras que otros van acompañados de sus compañeros. No obstante, desde mi perspectiva, mis ojos marrones una vez que se acostumbraron a la luz, no pueden dejar de mirar el maravilloso edificio. No pensé que la universidad fuera diferente en su totalidad a la que concurrí en Inglaterra. 

Es muchísimo mejor.

—Bueno chicos, acá nos separamos —dice Sky emocionada y señala una parte de la universidad con su dedo índice, agregando—: Tengo que ir a la facultad de psicología que queda por allí.

—Y yo tengo que ir por ese mismo camino, así que espérame que vamos juntos. Ustedes —se refiere Eli a mi hermano y a mí—, tienen que ir a ese edificio a hablar con la directora.

Trago en seco. Ya estoy hiperventilando.

—Uff, ¡qué nervios! —exclamo con los nervios de punta—. Nos vemos en la cafetería, ¿no?

Mis amigos asienten sonriendo, dándonos tranquilidad, y se van; no sin antes desearnos suerte. Creo que la necesitaremos.

Nos dirigimos a una parte del gran edificio que se construyó en el siglo XVIII, el cual ha sido remodelado hace pocos años, sin hablar. Cuando estamos muy nerviosos con Thomas, no hablamos, no emitimos sonido. Pero a medida que vamos acercándonos a nuestro destino, me tomo el atrevimiento de disipar estos sentimientos no muy positivos con la impresión que me brinda el lugar. Le comento a mi hermano que, la primera vez que vi la facultad a través de las fotos de la página oficial, me atrajo de una manera sobrenatural. Fue inexplicable lo que me produjo. Y ahora que veo todo en persona: es otra cosa. No dejo de alucinar. Y no sé si es por la arquitectura, las pequeñas estatuas que adornan las ventanas y el techo, o por los jardines llenos de flores.

Para no perder más el tiempo, caminamos a pasos agigantados para llegar rápido a la secretaría. Sin embargo, lo gracioso del recorrido, fue perdernos miles de veces para encontrar la oficina de la directora y nos dimos cuenta entre medio de risas que rompimos una de las primeras reglas: retrasarnos el primer día de clases. Gracias a Dios, un conserje nos preguntó adónde tenemos que ir —no me sorprende que se haya acercado a nosotros por las caras de desorientación—; pero con buen humor nos guia hacia un pasillo lleno de bancos de madera hiper limpios y con afiches colgados en las paredes.

Recuerdos Encontrados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora