Capítulo II.

834 136 42
                                    


Mi habitación es ideal. Es la misma que elijo todas las vacaciones al visitar a mi abuela porque me encanta el espacio, además de ser uno de los cuartos más grandes de la casa. Ella aceptó que me la adueñase sin rechistar  ya que, aunque no lo crean y Helena no lo admita frente a mis hermanos, soy su nieta preferida. La única mujer.

El viaje duró siete horas, de las cuales, cuatro dormí y las horas restantes le agradecí a la azafata por mimar tanto mi estómago y traer comida hasta reventar. Sin embargo, apenas miré la cómoda cama que estaba frente a mis ojos, no resistí a no tomar una siesta.

Me levanto al día siguiente con mi corazón agitado, como si hubiese corrido una maratón de miles y millones de kilómetros. Otra vez, ese niño adorable que se transforma en un joven alto y musculoso, apareció, pero ésta vez tenía algo distinto: su cara ya no estaba borrosa del todo y pude ver sus ojos. 

Eran de un marrón tan cálido como el té, tan confiables y...

—Permiso mi niña... —dice mi madre en voz baja—. Ya era hora de que despiertes, Deli; el desayuno está listo. La abuela hizo ese pastel de limón que tanto te gusta.

—Buen día, mami, ya voy. Dile a papá que no se coma todo —contesto con un tono de voz amenazante, pero gracioso a la vez.

Me quedo acostada unos minutos más, luego de que mi madre se retire de mi habitación y me deje sola, programando la rutina de hoy. Según la lista mental que creo con mi imaginación, comienzo por pararme e ir al baño y realizar el aseo. Después me cambio, cepillo mi cabello y dientes, me miro al espejo y le sonrío a mi reflejo con alegría para que arranque la mañana con buena vibra. 

«Va a ser un gran día», pienso.

Bajo por las escaleras tarareando una canción de The Rolling Stones, muy tranquila, hasta que recuerdo qué hay para desayunar y aumento el ritmo. Los últimos escalones los desciendo a las apuradas, yendo con rapidez a la cocina antes de que mi padre se coma mi torta favorita. Pero lo que ven mis ojos en ese momento hace que frene de golpe.

Cruzo miradas con el hombre de tez blanca y no dudo ni un segundo en abalanzarme con todas mis fuerzas sobre él.

—¡Te comiste todo! ¿Es que no piensas en mí? ¡Soy tu hija!

—¡Cálmate, Delilah! —grita mi padre enojado por mi reacción y me mira con reproche—. ¿Cuántas veces debo decirte que no uses tus poderes en pleno día? Todavía debemos polarizar las ventanas para que de afuera no se vea lo que sucede aquí adentro, hija. —Bajo la mirada como una niña regañada—. Y no, no me comí todo. Guardé en el microondas el pastel antes que Thomas se levante y desaparezca en su totalidad.

Siento como mi rostro se prende fuego de la vergüenza por mi abrupta acción, quedé como una ridícula. Siempre me pasa lo mismo cuando se meten con mi comida preferida. Suelo volverme un poco... posesiva. Y loca.

Mi abuela queda mirándome con gracia en sus ojos por la escena que armé, mientras mi padre se pone a leer, nuevamente, el periódico que sin querer rompí. Mi madre, tan simpática, observa todo con su cara de reprobación.

Poderes. Muchas veces me olvido que toda mi familia se resume a una simple palabra: vampiros. Excepto mi madre, es bruja. La gran bruja Samarah.

¿Cómo supe lo que soy? Desde siempre. De pequeña me prepararon para mejorar mis habilidades aceptando todo de manera rápida, porque mi familia se conforma así. Y más cuando tus padres son muy importantes en el entorno: mi padre es uno de los líderes del clan vampírico más grande del mundo y mi madre una de las brujas más poderosas, de las cuales quedan pocas.

Recuerdos Encontrados ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora