Prólogo: La casa de la puerta roja

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Amsterdam 1870

Lieke intentaba no pensar en su madre cuando estaba atendiendo algún cliente de la casa de la puerta roja como la llamaban los parroquianos que acudían diariamente al burdel de Madame Marijke.

Su madre no sabía a qué se dedicaba. Estaba convencida que trabajaba de noche cuidando a un enfermo, y dado su salud tan frágil, enterarse de que su hija ejercía el oficio de prostituta se agravaría y no quería perderla, pues la amaba y era su razón de vivir.

-¿Qué te pasa, nena? No estás colaborando esta noche -le reprochó uno de sus clientes habituales.

-Si no te gusta, búscate a otra.

-Imposible. No hay otra como tú.

-Entonces, calla y termina pronto que la fila es larga.

-¿Sabes? Si tú quisieras te podría sacar para siempre de esta vida.

-No, Manfred, el día que me vaya de acá será para cambiar de vida, y no para ser la puta personal de un hombre.

El hombre rió con burla, y ella se levantó de la cama molesta.

Lieke no pensaba ser una prostituta toda su vida. Solo deseaba ganar lo suficiente como para salir de esa vida y comprarle una casita con jardín a su madre, en la que pudiera plantar tulipanes tal y como siempre quiso.

-Cariño -le dijo él-, una vez prostituta, puta para siempre.

-Lárgate, me aburriste.

-No puedes hacer esto. Me quejaré con Marijke. Pago mucho por ti.

Lieke fue hasta la vieja cómoda y tomó el dinero que Manfred había dejado allí minutos antes.

-¡Tómalo, no lo quiero! ¡No vuelvas por más por mí! -espetó con furia arrojando el dinero a la cara del hombre.

-Ten por seguro que no regresaré por ti, ¡no eres más que una puta ingrata! -gritó Manfred, dejando el dinero donde había caído, antes de abandonar la habitación.

Como era de esperarse Madame Marijke no tardó en aparecer en el umbral de la habitación. Lieke estaba lavando sus partes íntimas en cuclillas sobre una jofaina.

-¿Ahora no golpea la puerta? -preguntó Lieke aún molesta.

-No olvides que estás en mi casa.

-Sí, pero una mujer necesita intimidad de vez en cuando.

-¿Qué pasó con Manfred?

-Me aburrió con su cantaleta de ofrecerme una mejor vida, según él.

-¿Y qué tiene eso de malo?

-Usted sabe. Es la única que conoce mi historia. Sabe que lo hago por mi madre, y que si alguna vez me fuera de acá, no sería para convertirme en la puta privada de un hombre.

-Lo sé, hija. Lo sé.

Marijke la abrazó contra su pecho, y Lieke se permitió derramar algunas lágrimas. Ella era la única con la que se atrevía a desahogar su corazón, tan atribulado la mayoría del tiempo.

-Recoge tú dinero y cámbiate. Pronto saldrá el sol.

Marijke sacaba un jugoso porcentaje de cada una de sus pupilas, como solía llamar a las mujeres que trabajaban en su casa, pero desde el primer día había sentido una atracción maternal hacia Lieke y se comportaba asombrosamente humana con ella.

Una vez que Madame Marijke abandonó la habitación, Lieke procedió al ritual de todos los días: descorrió la cortina que servía de puerta al viejo armario, y sacó las ropas de mujer decente con las que llegaba todos los días al burdel.

Una vez lista, juntó su dinero y se marchó. Camino a casa pasaría a comprar buñuelos y leche para desayunar con su madre. Ella la esperaba lista todos los días, sabiendo que llevaría los deliciosos pastelillos recién horneados.

***

Hacía frío y Lieke subió el cuello de su abrigo para cubrirse mejor de la brisa helada del canal. Por fortuna no la separaban demasiadas cuadras de su casa, y llegaría pronto luego que pasara por la panadería.

Cuando dobló la última esquina, y vió el grupo de gente afuera de su casa, sintió que el corazón se detenía dentro de su pecho.

-¡Mamá! -gritó dentro de sí. 

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