Después de un extenuante día en la granja, Yani como todas las noches, se sentaba en la mesa de la cocina con sus viejos relojes, y algunos que eventualmente le llevaba la gente del pueblo para que los reparara. Era el hoby que tenía desde que fuera un niño, cuando en su país natal, aprendiera solo mirando a su padre quien era relojero de oficio.
Desafortunadamente en América no se podía vivir de eso, al menos no en esa parte del país.
Tenía dieciséis años cuando habían desembarcado del barco que los traía de los Países Bajos, a ellos y a muchas otras familias que venían emigrando de su país natal, porque ya no se sentían a gusto en un lugar que no los dejaba practicar su religión tal como la habían aprendido siglos antes.
De ese día ya habían pasado veinte años.
Él era el mayor de tres hermanos. Las otras eran mujeres, y se habían ido lejos hacía bastantes años. Ni siquiera vivían en América, una se había marchado a Sudáfrica, y la otra a Australia, con sus respectivos esposos. Ambos eran misioneros, pero ahora cada uno tenía su iglesia propia. Sabía que tenía muchos sobrinos, pero que lo más probable era que nunca los conocería, y su madre moriría sin haber acunado nunca a un nieto.
-Mañana iré al pueblo -dijo de pronto.
-¿Qué tienes que hacer en el pueblo en mitad de semana? -preguntó Ria, su madre, con su actitud agria de siempre.
-Un encargo en la oficina de correos. Algo importante.
-Pregúntale a Dios.
-Qué, madre.
-Si debes hacer, lo que estás a punto de hacer.
-Dios no tiene que ver con esto, madre. Es algo personal.
-Pero...
-Que duermas bien, madre.
Ria comprendió que su hijo estaba dando por terminado el tema. Le preocupaba que fuera a hacer algo sin pedirle su opinión. Algo que seguramente a ella no le iba a gustar nada cuando lo descubriera. Eso se lo decía su corazón, el cual nunca se equivocaba.
Ya en su cuarto, cogió su biblia y comenzó a orar.
Luego de un rato de trabajar en silencio, Yani se levantó a verificar que su madre estuviera durmiendo, y en efecto ella había cerrado sus ojos cansados con la biblia entre las manos. Entonces, entró en puntillas y se la quitó para depositarla sobre la mesa de noche. Enseguida depositó un beso en su frente, apagó la lámpara y salió de la habitación.
Nuevamente en la cocina, calentó el café y se sirvió un poco en una taza de latón. Luego se dirigió al pequeño escritorio que estaba adosado a una de las paredes de la cocina y cogió de allí una hoja de papel de color ocre, y un lápiz de carbón. Regresó a la mesa y después de pensar unos minutos escribió con letra clara:
"Neerlandés de América busca esposa. Solo pide que sea agraciada, trabajadora, devota y que esté en edad de tener hijos, y que no tenga lazos que la aten a los Países Bajos".
Escribir a Yani Waas, correo de Holland, Michigan, Estados Unidos de América.
Luego de leerlo al menos tres veces, lo dobló y guardó dentro del bolsillo de la chaqueta que colgaba en el respaldo de la silla.
***
Desolada, Lieke se paseó por la pequeña casa. Recién regresaba de dejar a su madre en el cementerio. Solo ella y algunos vecinos habían estado presentes en el sepelio.
Ambas mujeres habían estado solas desde siempre. Lieke nunca supo quién era su padre: su madre jamás lo dijo, y ella no se preocupó por saberlo. Su madre siempre estuvo para ella, y eso era lo único que importaba. Por eso, cuando las afecciones de su madre fueron cada vez más frecuentes, Lieke no trepidó un instante en tomar el camino que le pareció más seguro, con el fin de asegurar el dinero a diario. Había que pagar la renta, comer y abastecer las medicinas de su madre que cada semana crecían en cantidad. Y todo esto, porque Anke, de oficio costurera, ya no era capaz ni siquiera de sostener una aguja entre sus dedos.
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Tulipanes salvajes
RomanceLieke es una mujer muy joven aún, sin embargo, está cansada de su vida, pero aunque quisiera no podría llevar otra. Lieke es prostituta en la casa de la puerta roja, y no porque le guste, sino porque es la única forma de ganar dinero rápido para sol...