6: Cuatreros

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Tal cual hacía todas las noches desde que había recibido el daguerrotipo, Yani miró la imagen de Lieke antes de dormirse, preguntándose cómo sería ella: de qué color serían sus ojos y su cabello, y su estatura, sería menuda o alta como él...

Sus ojos ya se estaban rindiendo al sueño cuando escuchó que las vacas mugían.

Yani se sentó en la cama y agudizó el oído. Ladridos de perros. Cascos de caballos. Cuatreros. Hacía tiempo que no aparecían malhechores por sus tierras, o por los alrededores.

De prisa se puso los pantalones y las botas, cogió el rifle que siempre dejaba detrás de la puerta y corrió hacia la puerta de atrás.

Ria también había escuchado el barullo que hacían los perros de los vecinos y se puso la bata de cama encima, y se calzó las pantuflas.

-¡Hijo! -gritó cuándo Yani ya salía a la noche.

-Quédate adentro -ordenó él en voz baja, mientras quitaba el seguro y ponía su dedo índice en el gatillo del rifle.

Ria mejor le obedeció. Le tenía miedo a las armas, pero en ese país, en esos parajes, eran necesarias a veces.

Yani caminó a través de la oscuridad con el arma lista para ser disparada, pero cuando iba a medio camino del establo, los cuatreros emprendieron la carrera, tirando al menos de un par de vacas tras de sí. Él corrió detrás de los forajidos disparando su arma, pero la rapidez de ellos hizo imposible que los alcanzara. Los hombres, que no supo cuántos eran, escaparon por un forado en la valla que daba hacia el lago. Yani pensó que quizás había herido alguno de ellos, pero no estaba seguro.

Convencido que solo y en la oscuridad no podría hacer nada, decidió ir a revisar el establo.

Faltaban tres vacas, de las que esperaba fecundar en un par de meses más. Solo esperaba que los malditos se atragantaran con tanta carne.

Luego de asegurarse de que el resto de las vacas estuvieran bien encerradas se fue a la casa por mantas y café, y más balas. Esa sería una noche larga.

Ria estaba encogida en su cama. El sonido de las balas la aterrorizaba. Sabía de sobra que su hijo no sería capaz de matar a un ser vivo solo porque sí, pero a la vez comprendía que no se quedaría de brazos cruzados si alguien intentaba arrebatarle lo que por derecho era suyo. Solo esperaba que Yani no tuviera que llegar tan lejos.

Cuando escuchó la puerta de la cocina, Ria volvió a salir de la cama y se asomó para ver pasar a su hijo.

-¿Pudiste ver algo?

-No, madre. Sé que eran más de tres y que salieron por la valla que da al lago, pero nada más.

-¿Qué piensas hacer?

-Por ahora, ir a dormir al establo, por si regresan. Mañana temprano reemplazaré los alambres cortados, y después, ya veré... Si tuviera perros, al menos nos alertarían en cuanto percibieran los merodeadores -agregó, a sabiendas que a su madre tampoco le gustaban los perros.

-Quizás -fue todo lo que ella dijo antes de meterse otra vez a su cuarto.

***

Por la mañana, una mano flaca que no se animaba tocar del todo, despertó a Yani. El hombre estaba encogido junto a la puerta del establo, medio cubierto por una manta, la jarra de café volcada a su costado, y la caja de cigarros vacía más allá.

Había pasado la noche en vela, y se había dormido junto con los primeros rayos del sol, justo cuando se suponía que debía levantarse a ordeñar las vacas.

-¿Qué hora es? -le preguntó a Ria.

-Más de las nueve.

-¡Las vacas!

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