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Mi nombre, en aquel entonces, era Daniela Calle. La gente me llamaba Dani. Sé en qué año nací, pero durante muchos años no supe el dia, ni siquiera el mes.

Por lo tanto celebraba mi cumpleaños en Navidad.

Creo que soy huérfana. Sé que mi madre ha muerto. Pero nunca la vi, no era nadie para mí. Yo era, de ser alguien, la hija de la señora Caceres, y tenía por padre al señor Garcia, un cerrajero con tienda en Carrera 7, en el barrio, cerca del Cementerio Central.

Ésta es la primera vez que recuerdo haber pensando en el mundo y en mi lugar en él.

Cuando era pequeña, una chica llamada Paula, solia venir a la pensión, y pagar tres pesos a la señora Caseres, para llevarme a mendigar a un teatro. La gente solía llevarme a mendigar por entonces, a causa de mi pelo café claro y mi cara de niña buena; y como Paula también era castaña, y de hecho casi rubia, me hacía pasar por su hermana. 

El teatro al que me llevó, la noche en la que estoy pensando ahora, era el Teatro Mayor, en Santo Domingo. La obra era Cien años de Soledad. Lo recuerdo como algo terrible. Recuerdo la inclinación de las gradas y el telón levantandose, como un mar rojo de sangre. Pesado y viejo.

Recuerdo a una mujer borracha que me tiraba de las cintas del vestido, mientras pasaba. Recuerdo las luces, que daban al escenario una apariencia muy chillona, y el rugido de los actores, los gritos del público. Uno de los personajes llevaba patillas y una peluca roja; yo estaba convencida de que era un mono vestido con un abrigo, de tanto que brincaba.

Peor que los actores, era el perro.

Habia un perro de ojos grises, que gruñía; tenia el pelaje sucio, y los dientes filosos.

Y lo peor, lo peor de todo era el amo del perro, Ryan Hoffman, el rayo. Cuando de pronto le pegó con el garrote a la pobre Nancy, toda la gente que estaba en nuestra fila se levantó. Alguien lanzó una bota al escenario. Una mujer a mi lado gritó:

—¡Oh, bestia! ¡Malvado! ¡Ella vale cuarenta matones como tú!

No sé si fue porque la gente se levantaba —dio la impresión de que las gradas también se alzaban, y se movian—, si fue por la mujer que chillaba, o por la visión de Nancy tendida absolutamente inmóvil y pálida a los pies de Ryan Hoffman, pero me invadió un terror atroz. 

Pensé que iban a matarnos a todos. Empecé a gritar y Paula no conseguía hacerme callar. Y cuando la mujer que había chillado extendió los brazos hacia mí y sonrió, yo grité todavía más fuerte. Entonces Paula se echó a llorar; ella tenía sólo doce o trece años, creo. 

Me llevó a casa, y la señora Caceres la abofeteó.

—¿En qué estabas pensando al llevarte a mi chiquilla así? —dijo—. Tenías que haberte sentado con ella en los escalones. No alquilo a mis niños para que me los devuelvan así, amoratados de tanto llorar. ¿Cual era tu juego, eh!?

Me sentó en su regazo y volví a llorar.

—Vamos, vamos, ratoncita —dijo.

Paula, plantada delante de ella, no decía nada, y se tapaba con un mechón de pelo la mejilla escarlata. La señora Caceres era un demonio cuando perdía los estribos. Miró a Paula y aplastó contra la alfombra sus pies enfundados en zapatillas, al tiempo que se mecía en su silla —era una silla de madera grande y crujiente, en la que sólo se sentaba ella — y golpeaba con su mano gruesa y recia mi espalda temblorosa.

—Conozco tus mañas —dijo con calma. Conocía las de todo el mundo—. ¿Qué has conseguido? —Dime.  Un par de pañuelos, ¿verdad? ¿Un par de pañuelos y un bolso?

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora