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Me despierto como todos los días y miro a Dani.

Y aparece siempre esa sombra, esa oscuridad, supongo que es pánico, un simple miedo, un temblor, un abatimiento, una caída en la boca amarga de la demencia...

¡Quizás la locura, la dolencia de mi madre, empieza a apoderarse de mí! La idea me aterra aún más. Durante un par de días, aumento la dosis de gotas: me calman, pero me alteran. Mi tío lo nota.

—Te estás volviendo torpe —dice una mañana. He maltratado un libro—. ¿Crees que te traigo todos los días a la biblioteca para que me la estropees?

—No, tío.

—¿Qué? ¿Farfullas algo?

—No, señor.

Se humedece y frunce la boca, y me examina con mayor atención. Cuando vuelve a hablar, su tono me resulta extraño.

—¿Qué edad tienes? —dice. La pregunta me sorprende, y vacilo. Él lo ve—. ¡No me vengas con timideces, señorita! ¿Qué edad tienes? ¿Dieciséis? ¿Diecisiete? Te asombras. Me crees insensible al paso de los años porque soy un estudioso, ¿eh?

—Tengo diecisiete, tío.

—Diecisiete. Una edad difícil, si creemos lo que dicen nuestros libros.

—Sí, señor.

—Sí, Maria Jose. Recuerda sólo que nuestra actividad no se ocupa de creencias, sino del estudio. Y recuerda también esto: no eres una chica tan mayor, ni yo soy un sabio tan viejo, como para que no pueda llamar a la señora Nieto y mandarle que te sujete mientras te propino una azotada. ¿Eh? ¿Recordarás estas cosas? ¿Sí?

—Sí, señor —digo.

Sin embargo, ahora me parece que tengo que recordar demasiadas cosas. La cara y las articulaciones me duelen por el esfuerzo de adoptar expresiones y poses. Ya no puedo decir con certeza qué acciones —y hasta qué sentimientos— son auténticas y cuáles son impostadas. Rodrigo sigue sin quitarme los ojos de encima. Yo evito su mirada. Es temerario, socarrón, amenazador: opto por no entenderle. Quizás soy débil, después de todo. Quizás, como creen él y mi tío, extraigo un placer del tormento.

Lo es sin duda para mí, ahora, sentarme a recibir las lecciones, sentarme con Rodrigo a la mesa de la cena, leerle por la noche de los libros de mi tío. También empieza a ser una tortura el tiempo que paso con Dani. Nuestra rutina se ha venido abajo. Sé demasiado bien que ella aguarda, igual que Rodrigo: la siento vigilando, evaluando, incitándome. Peor aún, empieza a hablar en nombre de Rodrigo: a decirme, sin rodeos, lo inteligente que es, lo amable, lo interesante.

—¿Tú crees, Dani? —le pregunto, mirándola a la cara; y ella aparta la vista, incómoda, pero siempre responde:

—Sí, señorita. Oh, sí, señorita. Todo el mundo lo piensa, ¿no cree? Luego me adecenta —siempre me pone guapa y arreglada—, me suelta el pelo y lo peina, endereza costuras, arranca la pelusa de la tela de mis vestidos. Creo que lo hace tanto para calmarse ella como para calmarme a mí.

—Ya está —dice cuando ha terminado—. Así está mejor. —Ella está mejor, quiere decir—. Ahora tiene la frente lisa. ¡Qué arrugada estaba! No debe estarlo...

No debe estarlo a causa de Rodrigo: oigo las palabras tácitas, la sangre se me revuelve; la cojo del brazo y se lo pellizco. —¡Oh! No sé quién grita, si ella o yo: me contengo, nerviosa. Pero en el segundo en que tengo su piel entre mis dedos, siento en la mía una especie de alivio. Me estremezco horriblemente durante casi una hora.

—¡Oh, Dios! —digo, tapándome la cara—. ¡Tengo miedo de mi propia mente! ¿Crees que estoy loca? ¿Crees que soy mala, Dani?

—¿Mala? —responde ella, retorciéndose las manos. Y la veo pensando: ¿Una chica tan simple como tú?

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora