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Como estaba planeado, partimos el último día de Agosto. La estancia de Rodrigo finalmente habia concluido. 

Los grabados de mi tío ya están montados y encuadernados; lo se porque me lleva a verlos a diario.

—Un buen trabajo —dice—. ¿No te parece, Maria Jose? ¿Eh?

—Sí, señor.

—¿Estás mirando?

—Sí, tío.

—Sí. Un buen trabajo. Creo que debemos invitar a Mendoza y Herzog. Les diré que vengan... ¿la semana que viene? ¿Qué te parece? ¿Lo celebramos?

No contesto. Estoy pensando en el comedor, el salón y en mí, en algún otro lugar en penumbra, lejos.

Se dirige a Rodrigo.

—Ruiz —dice—, ¿le gustaría volver como invitado, en compañía de Mendoza?

Rodrigo se inclina, parece apenado.

—Me temo, señor, que estaré ocupado en otro sitio.

—Lástima. ¿Has oído, Maria Jose? Una verdadera lástima...

Corre el cerrojo de su puerta. Ferro y Charly recorren la galería con el equipaje de Rodrigo. Charly se frota los ojos con la manga. «¡Muévete de una vez!», dice brutalmente Ferro, pateando el suelo. Charly alza la cabeza, nos ve salir de la habitación de mi tío —ve a mi tío, supongo— y, presa de una especie de convulsión, huye corriendo. Mi tío también se estremece. —¿Ve usted, Ruiz, los tormentos a los que estoy expuesto? ¡Señor Ferro, espero que atrape a ese chico y le dé unos azotes!

—Lo haré, señor —dice Ferro.

Rodrigo me mira y sonríe. No le devuelvo la sonrisa. Y cuando me coge de la mano en la escalera, mis dedos se revuelven nerviosos contra los suyos.

—Adiós —dice. Yo no digo nada. Se dirige a mi tío—: Señor Garzon. ¡Adiós, señor!

—Un hombre guapo —dice mi tío, cuando el coche se ha perdido de vista—. ¿Eh, Maria Jose? Qué, ¿no dices nada? ¿No te gustará volver a nuestras actividades solitarias?

Entramos en la casa. Ferro cierra la puerta dilatada y el vestíbulo se llena de penumbra. Subo la escalera al lado de mi tío, como cuando era niña y la subía con la señora Nieto. ¿Cuántas veces la habré subido desde entonces? ¿Cuántas veces mi talón ha pisado este punto y aquel otro? ¿Cuántas pantuflas, cuántos vestidos estrechos, cuántos guantes he usado o gastado? ¿Cuántas palabras voluptuosas he leído en silencio? ¿Cuántas he pronunciado para un auditorio de caballeros?

La escalera, las pantuflas y los guantes, las palabras y los caballeros se quedarán, aunque yo me escape. ¿Se quedarán? Pienso de nuevo en las habitaciones de la casa de mi tío: el comedor y el salón, la biblioteca. Pienso en la pequeña medialuna que una vez divisé en la pintura que cubre las ventanas de la biblioteca. Trato de imaginarla, a ciegas. Recuerdo una vez en que desperté y vi cómo mi habitación parecía replegarse en la oscuridad y pensé: ¡No escaparé nunca! Ahora sé que lo haré. Pero también creo que Santa Ana me perseguirá. O que yo la frecuentaré mientras vivo una vida mediocre y parcial más allá de sus muros.

Pienso en el fantasma que voy a ser: un fantasma monótono y pulcro, que camina para siempre con calzado de suela blanda, por una casa rota, hacia el dibujo de las alfombras antiguas.

Pero quizás, en definitiva, ya soy un fantasma. Porque voy donde Dani y me muestra los vestidos y la ropa interior que proyecta llevar, las joyas que se dispone a abrillantar y las maletas que va a llenar, pero lo hace sin mirarme a la cara, y yo la observo sin decir nada.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora