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He dicho que mi tío tenía por costumbre invitar a casa a caballeros interesados en sus estudios. Venian a cenar con nosotros y, más tarde, oírme leer. Parte de mi trabajo, como pueden ver.

—Arréglate esta noche, Maria Jose —me dice, y me quedo en la biblioteca abrochándome los guantes— Tenemos invitados. Mendoza, Herzog y otro, un desconocido. Espero contratarle para que enmarque nuestros cuadros.

Nuestros cuadros. En un estudio separado hay armarios llenos de grabados obscenos que mi tío ha recopilado de un modo displicente, junto con los libros. Muchas veces ha hablado de contratar a alguien para clasificarlos y enmarcarlos, pero nunca ha encontrado un hombre capaz de realizar esta tarea. Para esta clase de trabajo se necesita un carácter bastante singular. Capta mi mirada y proyecta hacia fuera los labios.

—Mendoza dice que tiene un regalo para nosotros. Una edición de un texto que no hemos catalogado.

—Qué gran noticia, señor.

Tal vez hablo con sequedad, pero mi tío, aunque es también un hombre seco, no lo advierte. Se limita a tocar las tiras de papel que tiene delante y a dividir el montón en dos pilas desiguales.

—Bueno, bueno, veamos...

—¿Puedo irme, tío? Alza los ojos.

—¿Ya han dado la hora?

—Creo que sí.

Saca del bolsillo su reloj de cuerda y se lo lleva a la oreja. La llave de la puerta de la biblioteca —envuelta en terciopelo anticuado— cuelga del reloj. Dice: —Vete, entonces, vete. Deja a un viejo con sus libros. Vete a jugar, pero... con cuidado, Maria Jose.

A veces me pregunto cómo supondrá que paso las horas en que no trabajo a su lado. Creo que está tan habituado al mundo particular de sus libros, donde el transcurso del tiempo es extraño, o no transcurre en absoluto, que se figura que soy una niña sin edad. En ocasiones yo misma me veo así, como si mis vestidos cortos y ceñidos y mis bandas de terciopelo me prestaran, al igual que una zapatilla china, un tamaño que de otro modo rebasaría. Mi propio tío, que presumo que en esta época no tiene más de cincuenta años, me ha parecido siempre absoluta y permanentemente envejecido, del mismo modo que las moscas permanecen añejas, aunque invariables y fijas, en nebulosas esquirlas de ámbar.

Le dejo escudriñando una página de texto. Camino con gran sigilo, con zapatos de suela blanda. Voy a mis habitaciones, donde está Ana. La encuentro ocupada con una pieza de costura. Me ve llegar y se encoge. ¿Saben lo provocador que es ese miedo para un temperamento como el mío?

La observe coser. Nota mi mirada y empieza a temblar. Sus puntadas se vuelven largas y torcidas.

Por fin le cojo la aguja de la mano y suavemente hundo la punta en su piel; la retiro, la clavo otra vez y repito esta acción unas seis o siete veces, hasta que una erupción de pinchazos puebla sus nudillos entre las pecas.

—Esta noche van a venir unos señores —digo, mientras la pincho—. A uno no le conocemos. ¿Crees que será joven y guapo? Lo digo —ociosamente— para perturbarla. A mí me da lo mismo. Pero ella se ruboriza al oírlo.

—No lo sé, señorita —responde, pestañeando y girando la cabeza, pero sin apartar la mano—. Quizás.

—¿Tú crees?

—¿Quién sabe? Podría ser.

La examino con más atención, maravillada por una idea nueva.

—¿Te gustaría que lo fuese?

—¿Gustarme, señorita?

—Gustarte, Ana. Ahora me parece que sí te gustaría. ¿Le indico el camino a tu habitación? No escucharé detrás de la puerta. Cerraré con llave, estaras a solas.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora