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Antes de partir, la señora Caceres le da las llaves a Mari.

—No la pierdas de vista —le dice, poniéndose unos guantes—. Si le ocurre algo, te mato.

—A mí me besa—. ¿Estás bien, querida? No tardaré ni una hora. Te traeré un regalo, ya verás.

No contesto. Mari le abre la puerta, la cierra y se guarda la llave en el bolsillo.

Se sienta, coloca una lámpara encima de la mesa y reanuda su trabajo. No es lavar pañales, pues ahora hay menos bebés —la señora Caceres ha empezado a encontrarles hogares, y la casa, día tras día, recupera el silencio—, sino arrancar puntadas de seda de pañuelos robados. Lo hace con apatía, sin embargo.

—Es aburrido —dice, cuando ve que la miro—. Solía hacerlo Dani. ¿Quieres probar?

Muevo la cabeza y cierro los párpados; al poco rato, ella bosteza. La oigo y de repente estoy plenamente despierta. Si se duerme, pienso, puedo comprobar las puertas, ¡robarle la llave del bolsillo! Bosteza otra vez. Empiezo a sudar. El reloj da los minutos: quince, veinte, veinticinco. Media hora. Llevo puesto el vestido violeta y pantuflas de seda blancas. No tengo sombrero, no tengo dinero..., da igual, da igual.

Me los dará Mendoza.

Duerme, Mari, duerme. Duerme, duerme... ¡Duérmete, maldita!

Pero ella sólo bosteza, y asiente. Casi ha pasado una hora.

—Mari —digo.

Ella da un brinco.

—¿Qué pasa?

—Me temo..., me temo que tengo que ir al retrete.

Ella deja su labor, hace una mueca de fastidio.

—¿Tienes qué? ¿Ahora mismo, en este momento?

—Sí. —Me pongo la mano en el estómago—. Creo que estoy indispuesta.

Ella pone los ojos en blanco.

—Nunca he visto a una chica más enfermiza que tú. ¿Es eso lo que llaman una constitución de dama?

—Creo que lo debe de ser. Lo siento, Mari. ¿Me abres la puerta?

—Pero te acompaño.

—No hace falta. Puedes quedarte cosiendo, si quieres...

—La señora Caceres dice que tengo que acompañarte siempre. Si no, me la cargo. Vamos.

Suspira, se estira. Tiene manchada la seda de su vestido por debajo de los brazos; es una mancha con un borde blanco. Saca la llave, descorre el cerrojo, me conduce al pasillo. Camino despacio, observando el perfil de su espalda. Me acuerdo de que otras veces he querido escapar de ella, y de que siempre me ha atrapado. Sé que, aunque ahora la tumbase de un golpe, ella se levantaría en el acto y me daría alcance.

Podría estamparle la cabeza contra los ladrillos... Pero sólo imaginarlo se me debilitan las muñecas, no creo que pudiese.

—Sigue —dice ella, cuando yo titubeo—. ¿Qué pasa?

—Nada. —Cojo la puerta del excusado y la atraigo hacia mí, lentamente—. No hace falta que esperes —digo.

—No, te esperaré. —Se apoya en la pared—. Me sienta bien tomar el aire.

El aire es caliente y hediondo. En el retrete lo es más todavía. Pero entro, cierro la puerta y paso el pestillo; luego miro alrededor. Hay una ventanita, no más grande que mi cabeza, cuyo cristal roto está tapado por un trapo. Hay arañas y moscas. La taza del retrete está agrietada y manchada. Pienso, de pie, quizás durante un minuto.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora