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Me despertaron a las seis de la mañana. A mí me pareció que era todavía media noche, porque mi vela, por supuesto, se había consumido. Y las cortinas eran gruesas, por lo que no dejaban pasar la luz.

 Cuando la criada, Sofia, vino a llamar a mi puerta, creí que estaba en mi antiguo cuarto de Carrera 7.

Estaba convencida de que, quien habia llamado a la puerta era un ladrón que se había escapado de la cárcel y que necesitaba que Garcia le limáse las esposas.

Eso ocurría algunas veces, y algunas veces los ladrones eran gente amable, que nos conocía, y otras eran maleantes desesperados. Una vez un hombre puso un cuchillo en la garganta de Garcia, porque dijo que limaba demásiado despacio. De modo que al oír la llamada de Sofia salté de la cama, gritando «¡Oh! ¡Espere!», aunque no sabría decir por qué tenía que esperar, y quién debía hacerlo; y supongo que tampoco sabría decirlo Sofia.

Asomó la cara por la puerta y susurró: «¿Me ha llamado, señorita?» Me traía una jofaina de agua caliente. Entró y encendió el fuego; después buscó debajo de la cama y sacó el orinal y lo vació en su cubo de desechos, y lo lavó con un paño húmedo que llevaba colgado del delantal.

En mi casa yo estaba acostumbrada a lavar los orinales. Ahora, al ver que Sofia vaciaba mi pipí en el cubo, no supe con certeza si me gustaba que lo hiciera. Pero dije: «Gracias, Sofia», y luego me arrepentí de haberlo dicho, pues ella lo oyó y ladeó la cabeza, como diciendo que quién me creía yo que era, agradeciéndole a ella. Criadas. Dijo que tenía que desayunar en la antecocina de la señora Nieto.

Luego se dio media vuelta y se fue, echando una rápida ojeada de paso, me pareció, a mi vestido, mis zapatos y mi baúl abierto. Aguardé a que el fuego se avivara y me levanté y vestí. Hacía demásiado frío para lavarse. Mi camisón estaba pegajoso. Al retirar la cortina e irrumpir la luz del día, vi —como no había podido ver la noche anterior, a la luz de la vela— que el techo tenia manchas marrones de humedad, y que la madera y las paredes estaban manchadas de blanco.

De la habitación contigua llegaba un murmullo de voces. Oí a Sofia decir: «Sí, señorita», seguido del ruido al cerrarse la puerta. Después reinó el silencio.

Bajé a desayunar, me perdí en los oscuros corredores al pie de la escalera del servicio, y me encontré en el patio donde estaba el retrete. Entonces vi que éste estaba rodeado de ortigas y los ladrillos del patio agrietados por la maleza. Los muros de la casa estaban recubiertos de hiedra, y a algunas ventanas les faltaban cristales.

Marquez tenía razón, después de todo, en que no valía la pena desvalijar la mansión. También estaba en lo cierto respecto a la servidumbre. Cuando por fin encontré la antecocina de Nieto, vi en ella a un hombre que llevaba tirantes y medias de seda, y una peluca empolvada en la cabeza. Era el señor Ferro. Había sido mayordomo del señor Garzon durante cuarenta y cinco años, dijo, y lo parecía.

La chica que trajo el desayuno le sirvió a él primero. Tomamos jamón, un huevo y un vaso de cerveza. Allí acompañaban todas las comidas con cerveza, la fabricaban en una habitación entera. ¡Y dicen que los londinenses son unos borrachínes!

El señor Ferro apenas me dirigió la palabra, pero habló con la señora Nieto sobre el gobierno de la casa. Me preguntó sólo acerca de la familia a la que se suponía que yo acababa de dejar; y cuando le dije que eran los Franklins, de Miraflores, en Santa Monica, asintió y se hizo el listo diciendo que creía que conocía al señor Franklin, lo cual demuestra lo farsante que era.

Se marchó a las siete. La señora Nieto no se levantó de la mesa hasta que él lo hizo. Entonces dijo:

—Le alegrará saber, señorita Rodriguez, que la señorita Maria Jose ha dormido bien.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora