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Llovió toda la noche. Por debajo de las puertas del sótano entraron ríos de agua en la cocina, el sotano y las despensas. Tuvimos que interrumpir la cena para que Ferro y Charly pusieran sacos en el suelo. Yo me quedé con la señora Nieto en una ventana, observando las gotas que rebotaban y los chispazos de los relámpagos. Ella se frotaba los brazos y miraba al cielo.

—Pobres marineros en el mar —dijo.

Subí temprano a las habitaciones de Maria Jose y permanecí sentada en la oscuridad, y cuando ella entró no supo por un momento que yo estaba allí: de pie, se tapó la cara con las manos. Hubo otro relámpago, me vio y dio un salto.

—¿Estás aquí? —dijo.

Sus ojos parecían grandes y oscuros. Había estado con su tío y con Marquez. Pensé: «Ahora me lo dirá.» Pero se limitó a mirarme, y cuando sonó el trueno se dio media vuelta y se alejó. La acompañé a su dormitorio. Dejó que la desvistiera y por momentos senti que estaba tiritando o que estaba incomoda por algo.

Mantenía un poco separada del costado de su cuerpo, la mano que él había besado, como si la reservara. En la cama se tumbó muy rígida, pero de vez en cuando levantaba la cabeza de la almohada. En uno de los tejados, se podia oir un goteo rítmico.

—¿Oyes la lluvia? —dijo, y luego, en un tono más bajo—: El trueno se aleja...Pensé en los sótanos que se inundaban de agua. Pensé en los marineros en el mar. Pensé en el barrio. Con la lluvia crujen las casas de Bogota. Me pregunté si la señora Caceres estaría acostada, mientras la casa húmeda crujía a su alrededor, pensando en mí.

«¡Tres mil monedas!», había dicho. «¡Caray!»

Maria Jose volvió a levantar la cabeza y contuvo la respiración. Yo cerré los ojos.

«Ahora me lo dirá», pensé.

Pero, finalmente, no dijo nada.

Cuando desperté, se había despejado el cielo y la casa estaba silenciosa. Maria Jose, en la cama,

estaba pálida como la leche; llegó el desayuno y ella lo apartó, sin probarlo. Hablaba con voz tenue, de nada en particular. No parecía enamorada ni actuaba como tal. Pero creí que no tardaría en decir algo amoroso. Supuse que sus sentimientos la habían aturdido.

Observó, como siempre hacía, a Marquez que fumaba paseando; y cuando él se fue a ver al tío, ella dijo que le apetecía pasear. El sol había despuntado débil. El cielo era de nuevo grisáceo y el suelo estaba cubierto de charcos que parecían pantanos. El aire estaba tan lavado y puro que me pareció asqueroso.

Pero fuimos, como de costumbre, al bosque y al almacén de hielo, y después a la capilla y a las tumbas. Al llegar a la de su madre, se sentó cerca de ella y contempló la lápida. Estaba oscurecida por la lluvia. La hierba entre las tumbas era rala y flácida. Alrededor de nosotras, dos o tres pajarracos negros caminaban con cautela en busca de gusanos. Observé cómo picoteaban. Creo que debí de suspirar, porque Maria Jose me miró y su cara —que había estado seria, y enfurruñada— se le suavizó.

Dijo:

—Estás triste, Dani.

Negué con la cabeza.

—Yo creo que sí —dijo—. Es culpa mía. Te he traído día tras día a este lugar solitario, pensando sólo en mí. Pero tú sí has conocido lo que es tener el amor de una madre y perderlo.

Miré a otro lado.

—Está bien —dije—. No tiene importancia.

—Eres valiente... —dijo ella. Pensé en mi madre, víctima de la horca, y de repente deseé —cosa que nunca había hecho— que ella hubiera sido una chica común, que hubiese muerto de una manera normal.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora