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De la noche que sigue recuerdo fragmentos. Recuerdo que estoy en un lado de la cama con los ojos totalmente tapados, y que no me levanto para bajar a la cocina, como quiere la señora Caceres. Recuerdo que Rodrigo viene a verme y me empuja de nuevo las faldas con su zapato, y se ríe al ver que no reacciono, y después se marcha.

Recuerdo que alguien me sube una sopa que no pruebo. Que se llevan la lámpara y el cuarto se queda a oscuras. Que a la larga tengo que levantarme para ir al excusado, y que mandan, para que me acompañe, a la chica castaña y de cara aplastada —Mari —, y que ella monta guardia en la puerta para impedir que yo huya hacia la noche.

Recuerdo que vuelvo a llorar y que me dan más gotas vertidas en brandy. Que me desvisten y me ponen un camisón que no es mío. Que duermo, quizás, una hora, que me despierta el frufrú de tafetán y que al mirar aterrada veo a la señora Caceres con el pelo suelto, que se despoja de su vestido, descubre la piel y una ropa interior sucia, apaga la lámpara de un soplo y luego se acuesta a mi lado. Recuerdo que yace creyendo que duermo —sus manos me tocan, luego las retira— y que, al final, como una avara con una moneda de oro, me coge un mechón de pelo y se lo mete en la boca.

Sé que soy consciente del calor de su cuerpo, de su volumen, que se me hace extraño, y de sus olores rancios. Sé que no tarda en sucumbir a un sueño regular, y que ronca mientras yo me hundo en intervalos de sopor. El sueño discontinuo hace que las horas discurran más lentas; me parece que hay muchas noches en ésta —¡años de noches! — que no tengo más remedio que atravesar a trompicones, como a través de ráfagas de humo. O bien despierto creyendo que estoy en mi vestidor de Santa Ana, o en mi habitación en casa de la señora Aguirre, o ya en una cama del manicomio, con una enfermera corpulenta y confortable a mi lado. Me despierto cien veces. Me despierto gimiendo y anhelo dormirme, pues al final me asalta el recuerdo aterrador y agudo de dónde estoy realmente acostada, de cómo he llegado hasta aquí y de quién y qué soy.

Finalmente me despierto y no vuelvo a dormirme. La oscuridad se ha disipado un poco. Una farola encendida ha iluminado los hilos del pañuelo desteñido que cuelga de la ventana; ahora está apagada. La luz se vuelve de un tono rosa sucio. El rosa cede el paso, poco después, a un amarillo enfermizo. Se intensifica, y con él los sonidos, al principio tenues, y después subiendo, vacilantes, en crescendo: gallos que cantan, silbatos y campanas, perros, bebés que gritan, llamadas virulentas. Toses, escupitajos, ruidos de pisadas, el interminable y hueco batido de cascos y el chirrido de ruedas. Se alza desde el fondo de la garganta de Bogota. Son las seis o las siete de la mañana. La señora Caceres sigue durmiendo a mi lado, pero ahora estoy completamente despierta y hecha pedazos y con el estómago revuelto. Me levanto y tirito, a pesar de que es octubre, y el tiempo es más templado aquí que en Santa Ana. Llevo los guantes puestos, pero mis ropas, calzado y maleta de cuero están en una caja que la señora Caceres ha cerrado con llave: «Por si te levantas aturdida, querida, y, creyendo que estás en casa, te vistes, sales y te pierdes», recuerdo ahora que me dijo cuando yo estaba drogada y atontada. ¿Dónde guardó la llave? ¿Y la de la puerta de la habitación? Vuelvo a tiritar, más intensamente, y me siento más mareada que nunca; pero mis pensamientos son tremendamente claros. Tengo que salir. ¡Tengo que salir! Tengo que irme de Bogota —ir a cualquier parte— y regresar a Santa Ana. Pero necesito dinero.

Tengo, pienso —es el pensamiento más claro de todos—, ¡tengo que ver a Dani! La respiración de la señora Caceres es pesada y regular. ¿Dónde habrá guardado las llaves? Su vestido de tafetán cuelga del biombo de crines de caballo: me acerco a él con sigilo y palmeo los bolsillos de su falda. Vacíos. Examino los estantes, la cómoda, la campana de la chimenea; no hay llaves, pero sí muchos escondrijos, supongo, donde podría haberlas puesto.

En esto ella se mueve; no se despierta, pero mueve la cabeza, y entonces empiezo a recordar... Tiene las llaves debajo de la almohada: recuerdo el diestro movimiento de su mano, el tintineo sofocado del metal. Avanzo un paso. Ella tiene los labios separados, el pelo blanco esparcido sobre la mejilla. Doy otro paso, y las tablas del suelo crujen. Me coloco a su lado y aguardo un instante, insegura; luego meto los dedos debajo del borde de la almohada y lenta, muy lentamente, exploro.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora