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Calculo que fue cinco o seis semanas después de que me hubieran zambullido; algún día de Noviembre. Imaginen lo idiota que me habría vuelto para entonces. La estación seguía siendo calurosa, y todas habíamos empezado a dormir a todas horas del día. Dormíamos por la mañana, mientras aguardábamos a que sonara el timbre del almuerzo; y por la tarde, por todo el salón, veías a mujeres dormitando, agachando la cabeza, babeando sobre el cuello del vestido. No había otra cosa que hacer. No había nada que te mantuviera despierta. Y durmiendo se mataba el tiempo. Yo dormía tanto como las demás. Dormía tanto que cuando la enfermera Berger vino a nuestro cuarto una mañana y dijo: «Maria Jose Ruiz, ven conmigo, tienes una visita», tuvieron que despertarme y repetírmelo; y cuando lo hicieron, no entendí lo que decían.

—¿Una visita? —dije.

Berger se cruzó de brazos.

—¿No quieres verle, entonces? ¿Le digo que se vuelva a casa? —Miró a Gordillo, que continuaba frotándose los nudillos, con cara de dolor.

—¿Duele mucho? —dijo Berger.

—Como picaduras de escorpión.

Berger chistó y me miro. Repetí:

—¿Una visita? ¿Para mí?

Ella bostezó.

—Para la señora Ruiz, en todo caso. ¿Hoy eres ella o no?

Yo no lo sabía. Pero me levanté, con piernas temblorosas, sintiendo que la sangre salía impetuosa de mi corazón, pues si la visita era un hombre sólo se me ocurrió pensar que, si yo era Maria Jose, o Daniela, o quienquiera que yo fuese, él sólo podía ser Marques.

Mi mundo se había encogido hasta tal punto que sólo sabía que me habían hecho daño, y que él me lo había infligido. Miré a Zapata. Tenía esta idea de que le había dicho, tres meses antes, que si Marques venía le mataría. Entonces lo decía en serio.

Ahora la idea de verle la cara fue tan inesperada que me produjo un mareo.

Berger me vio titubear.

—¡Vamos, si piensas venir! —dijo—. No te preocupes por el pelo. —Yo me había llevado la mano a la cabeza—. Cuanto más loca sepa que estás, tanto mejor. Así evita la decepción, ¿no crees? —Miró de reojo a Gordillo—. ¡Vamos! —repitió, y yo hice un tic y la seguí a trompicones por el pasillo y escaleras abajo.

Era un miércoles; menos mal, porque, si bien yo lo ignoraba entonces, el miércoles era el día en que el doctor Sanchez y el doctor Cheznov salían en su coche a reclutar nuevas lunáticas, y la casa estaba tranquila. En el vestíbulo había varias enfermeras y un par de hombres respirando aire puro por la puerta abierta; uno de ellos sostenía un cigarrillo que ocultó cuando vio a la enfermera Berger. No me miraron, sin embargo, y yo apenas los miré a ellos. Estaba pensando en lo que se avecinaba, y a cada segundo me sentía más mareada y extraña.

—Ahí dentro —dijo Berger, señalando con la cabeza la puerta del salón. Luego me cogió del brazo y me atrajo hacia ella—. Y recuerda: nada de tus artimañas. El cuarto acolchado está fresco y agradable para un día como hoy. No se ha usado desde hace tiempo. Mi palabra vale como la de un hombre, cuando los doctores están fuera. ¿Me has oído?

Me zarandeó. Luego me empujó adentro del salón.

—Aquí la tiene —dijo, con una voz distinta, a la persona que esperaba allí.

Yo había pensado que era Marques.

No era él.

Era un chico rubio y de ojos azules, con un chaquetón de marinero azul, y, al verle, en el primer segundo, sentí una ráfaga tan intensa de alivio teñido de decepción que a punto estuve de desmayarme; porque pensé que era un desconocido, y supuse que debía de ser una equivocación y que había venido a ver a otra persona. Después le vi examinando mis facciones con una expresión de desconcierto; y entonces, por fin, por fin —como si su cara y su nombre fuesen emergiendo lentamente a la superficie de mi cerebro, a través de humo o de agua turbia—, por fin lo reconocí, incluso con su ropa de criado.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora