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Dieron las doce, y después la media, y fui a la escalera de servicio y esperé allí hasta que pasó una de las criadas y me indicó el camino a la biblioteca. Se hallaba en el primer piso y se llegaba a ella por una galería que daba a una gran escalera de madera y un vestíbulo; pero estaba a oscuras y en penumbra y destartalado, como lo estaba todo en aquella casa..., nunca habrías pensado, mirando alrededor, que aquello era la casa de un sabio tremendo.

Junto a la puerta de la biblioteca, sobre un escudo de madera colgaba la cabeza de una criatura con un ojo de cristal. Me alcé para tocar sus pequeños dientes blancos, mientras esperaba a que dieran la una. A través de la puerta se oyó la voz de Maria Jose.

Muy débil, pero lenta y serena, como si le estuviera leyendo un libro a su tío. Primero vi a Maria Jose, sentada frente a un escritorio, con un libro delante y las manos sobre la tapa. Tenía las manos desnudas, había dejado en orden sus pequeños guantes, pero estaba sentada junto a una lámpara con pantalla cuya luz iluminaba sus dedos, que parecían pálidos como ceniza sobre la página impresa. Encima de Maria Jose había una ventana. El cristal estaba pintado de amarillo. Alrededor de Maria Jose, en todas las paredes de la habitación, había estanterías, y en ellas una cantidad nunca vista de libros. Una cantidad increíble. ¿Cuántas historias necesita un hombre? Me estremecí al mirarlos. Maria Jose se levantó, tras cerrar el libro que tenía delante. Recogió los guantes y se los puso.

Miró a la derecha, hacia el fondo de la biblioteca, que yo no veía por culpa de la puerta abierta. Una voz enojada dijo:

—¿Qué es eso?

Empujé un poco más la puerta y vi otra ventana pintada, más estanterías, más libros y otro escritorio grande. Sobre él había una montaña de papeles y otra lámpara con pantalla. Detrás estaba sentado el señor Garzon, el tío anciano de Maria Jose; describirle como le vi es decirlo todo.

Llevaba una chaqueta y un birrete de terciopelo del que asomaba un cordel de lana roja donde en otro tiempo habría habido una borla. Tenía una pluma en la mano y la mantenía a distancia del papel; la mano misma era tan morena como la de Maria Jose era blanca, porque estaba manchada por todas partes de tinta china, como podrían estar manchadas de tabaco las de un hombre normal. Su pelo, sin embargo, era blanco. La barbilla estaba bien afeitada. La boca era pequeña y descolorida, pero la lengua —que era dura y puntiaguda— la tenía casi negra, porque debía de chuparse el pulgar y el índice cuando pasaba las páginas.

Tenía los ojos húmedos y débiles. La nariz sostenía unas gafas con cristales verdes. Me vio y dijo:

—¿Quién demonios eres?

Maria Jose se ataba los botones de la muñeca.

—Es mi nueva doncella, tío —dijo con voz suave—. La señorita Rodriguez.

Detrás de sus gafas verdes, vi que los ojos del tío, después de entrecerrarlos, se humedecían más.

—Señorita Rodriguez —dijo, mirándome a mí pero hablando a su sobrina—. ¿Es evangelia, como la anterior?

—No lo sé —dijo Maria Jose—. No se lo he preguntado. ¿Eres evangelia, Daniela?

Yo no sabía lo que era aquello, pero dije:

—No, señorita. Creo que no.

El señor Garzon se tapó al instante el oído con la mano.

—No me gusta esa voz —dijo—. ¿No puede estarse callada? ¿No sabe hablar en voz baja?

Maria Jose sonrió.

—Sí sabe, tío —dijo.

—¿Entonces por qué está aquí, molestándome?

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora