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—Señoras, por supuesto—. 

—Como te estaba contando, vienen tan pocas damas de verdad que se te quedan grabadas en la memoria. Me acuerdo de una, en especial, que vino... Ah, ¿cuánto tiempo hará? ¿Dieciséis años? ¿Diecisiete, dieciocho? —Me mira la cara—. A ti te parecerá mucho tiempo, cielo. Toda una vida, ¿no? Sólo que espera a tener mi edad, querida. Entonces los años pasan todos a la vez. Todos a la vez, como tantas lágrimas... —Da un tirón con la cabeza y contiene el aliento, con un suspiro atribulado y breve. Aguarda. Pero yo sigo callada, fría, cautelosa, y no digo nada. Entonces ella prosigue—. Pues aquella señora —dice— no era mucho mayor que tú ahora. Pero estaba en un apuro. Le había dicho mi nombre una mujer del barrio que se ocupaba de chicas y de sus problemas. ¿Sabes de qué hablo, querida? ¿De cuando las chicas se ponen pachuchas, como es lo natural cada cierto tiempo, después de no tener ya indisposiciones? —Mueve la mano, hace una mueca—. Nunca hice eso. No era mi terreno. Mi idea era que si no va a matarle cuando salga, más vale tenerlo y venderlo; o, mejor aún, ¡dármelo a mí para que yo lo venda!

O sea, a gente que quiere niños para tenerlos como criados o aprendices, o como hijos e hijas normales. ¿Sabías, querida mía, que hay gente así en el mundo? ¿Y gente como yo, que suministra niños? ¿No? —Tampoco respondo. Mueve la mano otra vez—. Bueno, quizás la señora de la que estoy hablando no lo sabía tampoco hasta que vino a verme. Pobrecilla. La mujer del barrio había intentado ayudarla, pero estaba ya muy avanzada, sólo había conseguido que  enfermara. «¿Dónde está su marido?», le pregunté, antes de hacerla pasar. «¿Dónde está su madre? ¿Dónde está toda su familia? No la seguirán hasta aquí, ¿verdad?» Dijo que no la seguían. No estaba casada y ahí estaba el problema, por supuesto. Su madre había muerto. Se había fugado de una gran mansión, a sesenta kilómetros de Bogotá, río arriba, dijo... —Asiente, sin apartar sus ojos de los míos. Tengo más frío que nunca—. Su padre y su hermano la estaban buscando, probablemente con intención de matarla; pero me juró que nunca la encontrarían en el barrio. En cuanto al caballero que era el causante del aprieto, diciendo que la amaba..., pues el hombre se había casado con ella. Le dio su apellido, y después de la noche de bodas, desapareció.

Resulto que él sin vergüenza tenía otra esposa y una hija, y la había abandonado a su desgracia, y se lavaba las manos... Como hacen ellos, desde luego.

¡Lo cual, en un negocio como el mío, es muy de agradecer! Sonríe, y casi guiña un ojo.

—La dama tenía dinero —prosigue—. La admití en casa y la alojé arriba. Quizás no debiera haberlo hecho. Garcia me dijo que no debía, porque yo ya tenía cinco o seis bebés en casa, y yo estaba derrengada y nerviosa, más todavía porque acababa de dar a luz un bebé mío, que se murió... —Aquí su expresión cambia, y agita una mano delante de sus ojos—. Pero no voy a hablar de esto. No quiero hablar de esto.

Traga saliva y mira a su alrededor por un momento, como si buscara el hilo perdido de su relato. Luego parece encontrarlo. La confusión se disipa en su cara, se topa con mi mirada y señala con un gesto hacia arriba. Miro con ella hacia el techo.

Es de un color amarillo sucio, veteado de gris por el humo de lámparas.

—La pusimos ahí arriba —dice—, en el cuarto de Marques. Y me pasaba el día entero sentada a su lado, cogiéndola de la mano, y todas las noches la oía dar vueltas en la cama, llorando. Casi se te partía el corazón. Era más inofensiva que un vaso de leche. Pensé que se moriría. También el señor Garcia. Creo que hasta ella lo pensaba, porque le faltaban todavía dos meses, y cualquiera podía ver que no tendría fuerzas para llegar al final. Pero quizás también el bebé lo sabía..., a veces lo saben. Así que lleva una semana aquí cuando rompe aguas y la criatura empieza a salir. Tarda un día y una noche. ¡Quiere salir! Aun así, es una cosa diminuta, pero su madre, que está muy débil, ya no puede más. Entonces oye llorar a su bebé y levanta la cabeza de la almohada. «¿Qué es eso, señora Caceres?», dice. «¡Es su bebé, querida!», le digo.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora