27

257 19 0
                                    

Chillé. Chillé y grite a viva voz, con toda mi alma. Me debatí como un demonio. Pero cuanto más me convulsionaba, más fuerte me sujetaban. Vi a Marquez recostarse en su asiento y al coche que se ponía en marcha y empezaba a virar. Vi a Maria Jose que pegaba la cara contra la ventanilla de cristal empañado. Al ver sus ojos, grité otra vez, levantando la mano y señalándola:

—¡Es ella! ¡Es ella! ¡No la dejen marchar! ¡No la dejen marchar, cojones...!

Pero el coche prosiguió su camino, y las ruedas levantaban polvo y grava a medida que el caballo cobraba velocidad, y cuanto más se alejaba, con tanta más ferocidad forcejeaba yo. Vino el otro médico en ayuda del doctor Sanchez. También vino la mujer con delantal. Intentaban acercarme a la casa. Yo me resistía. El coche aceleraba, se hacía más pequeño. «¡Se están yendo!», chillé. La mujer se me puso

detrás y me agarró de la cintura. Apretaba tan fuerte como un hombre. Me subió en voladas los dos o tres escalones que llevaban a la puerta principal de la casa, como si yo no fuese más que una bolsa rellena de plumas.

—Ya vale —dijo, mientras me arrastraba—. ¿Qué es esto? Patalea, si quieres, y molesta a los doctores.

Tenía su boca cerca de mi oreja, y su cara detrás de mí. Apenas me daba cuenta de lo que hacía. Lo único que sabía es que a mí me tenían atrapada y que Marquez y Maria Jose huían.

Oí hablar a la mujer, incliné la cabeza hacia delante muy despacio y luego la proyecté bruscamente hacia atrás.

—¡Ay Dios mio! —exclamó. Aflojó la presión—. ¡Oh, oh!

—Está enloqueciendo —dijo el doctor Sanchez. Pensé que estaba hablando de la mujer. Luego vi que se refería a mí. Sacó un silbato del bolsillo y dio un silbido.

—¡Por el amor de Dios! —grité—, ¿no van a escucharme? ¡Me han engañado, me han engañado...!

La mujer volvió a agarrarme, por la garganta esta vez, y cuando giré en sus brazos me asestó, con las puntas de los dedos, un golpe fuerte en el estómago. Creo que lo hizo de tal modo que los médicos no la vieron. Yo me revolví y tragué el aliento.

Ella me asestó otro golpe.

—¡Ahí como duele! —dijo.

—¡Quietas las manos! —gritó el doctor Cheznov—. Podría partirse.

Entretanto, me habían introducido en el vestíbulo de la casa y otros dos hombres acudieron al toque de silbato. Llevaban bocamangas de tela sobre la chaqueta. No parecían médicos. Me cogieron de los tobillos.

—¡Manténgala quieta! —dijo el doctor Cheznov—. Tiene convulsiones. Podría dislocarse las articulaciones.

Yo no podía decirles que no sufría un ataque, sino que sólo estaba sin consuelo; que aquella mujer enorme me había lastimado; que de todos modos yo no era una lunática, que estaba tan cuerda como ellos.

No podía decir nada, mientras intentaba recuperar la respiración. Sólo podía graznar. Los hombres me colocaron las piernas rectas y la falda se me subió hasta las rodillas.

Empecé a temer que se me subiera más arriba.

Supongo que me retorcí por eso.

—¡Sujétenla bien! —dijo el doctor Sanchez. Había sacado una cosa parecida a una cuchara grande, plana y de hueso. Se puso a mi lado, me sujetó la cabeza y me metió la cuchara en la boca, entre los dientes. Era una cuchara lisa, pero la empujó con fuerza y me hizo daño. Creí que me asfixiaba: la mordí, para impedir que me traspasara la garganta. Sabía mal. Todavía pienso en las demás personas en cuya boca

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora