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Tenía las manos todavía temblorosas, y cuando acerqué el paquete y traté de quitar las cuerdas comprobé que las celadoras las habían atado demasiado fuerte. Así que lo intentó Mari. Tampoco ella pudo.

—Necesitamos un cuchillo —dije—, o unas tijeras...

Pero durante algún tiempo, después de la muerte de Marquez, había sido incapaz de ver sin aprensión cualquier clase de objeto cortante; y como le había pedido a Mari que se los llevara todos, no había en la casa ninguna cosa afilada, salvo yo misma. Tiré otra vez de los nudos, pero estaba más nerviosa que antes y se me habían humedecido las manos. Por fin, levanté el paquete hasta la boca y clavé los dientes en los nudos, finalmente las cuerdas se desataron y el papel se desprendió de su contenido. Me eché hacia atrás. Los zapatos, las enaguas y el peine de la señora Caceres cayeron sobre el tablero de la mesa, produciendo el efecto que yo había temido. Y sobre ellos, oscuro y extendiéndose como alquitrán, apareció su viejo vestido de tafetán negro.

No había pensado en él. ¿Por qué no lo había hecho? Fue lo peor de todo. Era como si la propia señora Caceres estuviese allí tendida, como si hubiese sufrido un desmayo. El vestido aún llevaba prendido el broche de Maria Jose. Alguien le había arrancado los diamantes —lo cual me importaba un bledo—, pero las pinzas de plata que conservaba estaban manchadas de sangre, una sangre parda, tan seca que casi parecía polvo. El tafetán estaba rígido. La sangre lo había apelmazado. Líneas blancas circundaban el color de carmesi: los abogados habían mostrado el vestido en el juicio, y habían hecho un círculo de tiza alrededor de cada mancha.

Me parecieron marcas del cuerpo de la señora Caceres.

—Oh, Mari —dije—. ¡No lo soporto! Tráeme un paño y agua, ¿quieres? ¡Oh, qué cosa más horrible...! —Empecé a frotar. Mari también. Frotamos con la misma congoja y escalofríos con que habíamos restregado el suelo de la cocina. Los paños se pusieron de un color barroso. Teníamos la respiración acelerada. Primero nos ocupamos de la falda. Luego levanté el escote, acerqué el corpiño y empecé a frotarlo.

Y, al hacer esto, el vestido emitió un sonido curioso: un crujido o un frufrú.

Mari dejó su paño.

—¿Qué es eso? —dijo. Yo no lo sabía. Acerqué más el vestido y se oyó de nuevo el sonido—. ¿Es una polilla? —dijo Mari— ¿No hay como un aleteo ahí dentro?

Moví la cabeza.

—No creo. suena a papel. Quizás las celadoras han metido algo...

Pero cuando levanté el vestido, lo sacudí y miré dentro, no había nada de nada.

Sonó otra vez el frufrú, sin embargo, cuando dejé el vestido. Me pareció que aquello procedía de una parte del corpiño, de la parte delantera que había estado justo debajo del corazón de la señora Caceres. Puse la mano sobre ella y la palpé. El tafetán estaba rígido allí, no sólo a causa de las manchas de sangre de Marquez, sino de otra cosa, de algo que se había quedado enganchado o había sido colocado detrás, entre el corpiño y el forro de raso del vestido. ¿Qué era? No lo reconocí al tacto. Así que volví del revés el corpiño y miré las costuras. Había una abierta: el raso estaba suelto, pero habían cosido un dobladillo para que no se deshilacliara. Formaba una especie de bolsillo en el vestido. Miré a Mari; luego metí la mano. Crujió de nuevo, y ella retrocedió.

—¿Seguro que no es una polilla? ¿O un murciélago?

Pero era otra cosa: una carta. La señora Caceres la llevaba escondida allí...

¿desde hacía cuánto tiempo? No había modo de saberlo. Al principio pensé que la habría puesto allí para que yo la encontrase —que la había escrito en la cárcel—, que era un mensaje para que yo lo hallara después de que la hubiesen ahorcado. La idea me puso nerviosa. Pero la carta estaba manchada de sangre de Marquez, conque debía de estar dentro del vestido desde la noche en que él murió, como mínimo. Pero de nuevo me pareció que debía de estar ahí desde hacía mucho tiempo, pues cuando la miré con más detenimiento vi lo antigua que era. Los pliegues estaban blandos. La tinta se había descolorido. El papel estaba curvado debido al lugar que había ocupado en el interior del corpiño, prensado contra las ballenas. El sello... Miré a Mari. El sello estaba intacto.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora