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Imagino que entonces —o, mejor dicho, sobre todo en ese entonces, cuando nuestro pacto era todavía tan nuevo, tan inédito, y sus hilos son aún tan débiles y finos— Imagino que todavía puedo volverme atrás, desatarme del empuje de su ambición. Creo que despierto pensando en hacerlo, pues la habitación, la sala en que él, susurrando, en la oscuridad, tomó mi mano y expuso su peligroso plan, como un hombre que abre el envoltorio de papel crujiente de un veneno.

Se que conozco cada rincón, cada curva de este lugar. Los conozco demasiado bien. Recuerdo que lloraba, a los once años, por la extrañeza de Santa Ana: su silencio, su quietud, los pasillos sinuosos y paredes humedas. Suponía que aquellas cosas me serían extrañas para siempre, sentía que su rareza me volvía rara; me convertía en una cosa con púas y ganchos, en un adorno, una astilla en el armario de la casa. Pero Santa Ana se adueñó de mí. Santa Ana me absorbió. Ahora siento el simple peso de la capa con que me he abrigado y pienso: ¡Nunca escaparé de aquí! ¡No estoy hecha para huir! ¡Santa Ana no me dejará! Pero me equivoco. Rodrigo Ruiz ha entrado en Santa Ana como una molecula de levadura en la masa y la ha alterado entera. Cuando voy, a las ocho, a la biblioteca, me despachan; él está allí con mi tío, examinando los grabados. Pasan tres horas juntos. Y cuando, por la tarde, me llaman para que baje a despedir a los señores, solo están Mendoza y Herzog para tenderles la mano. Los encuentro en el vestíbulo, abrochándose los abrigos y poniéndose los guantes, mientras mi tío se apoya en su bastón y Rodrigo se mantiene a cierta distancia, con las manos en los bolsillos, observando. Es el primero que me ve. Nuestras miradas se cruzan, pero no hace el menor gesto. Los otros oyen mis pasos y levantan la cabeza para verme. Mendoza sonríe.

—Aquí llega la bella Galatea —dice.

Herzog se ha puesto el sombrero. Ahora se lo quita.

—¿La ninfa o la estatua? —pregunta, con los ojos fijos en mi cara.

—Las dos —dice Mendoza—. Pero me refiero a la estatua. La señorita Garzon está pálida, ¿no creen? —Me coge la mano—. ¡Cómo la envidiarían mis hijas! ¿Sabe que comen arcilla para blanquear su tez? Arcilla pura. —Mueve la cabeza—. La moda de la palidez no me parece muy saludable. En cuanto a usted, señorita Garzon, me duele, ¡como siempre que debo despedirla!, la injusticia de su tío al retenerla aquí de un modo tan lamentable, como si fuera un hongo.

—Estoy totalmente acostumbrada —digo en voz baja—. Además, creo que la penumbra me hace parecer más blanca de lo que soy. ¿El señor Ruiz no se va con ustedes?

—La penumbra es la culpable. La verdad, señor Garzon, apenas distingo los botones de mi abrigo. ¿No tiene pensado unirse a la sociedad civilizada y traer gas a Santa Ana?

—No mientras coleccione libros —dice mi tío.

—O sea, nunca. Ruiz, el gas de la estufa daña los libros. ¿Lo sabía?

—No —dice Rodrigo. Después se dirige a mí y añade en voz más baja—: No, señorita Garzon, no me marcho a Bogota todavía. Su tío ha tenido la amabilidad de ofrecerme un pequeño trabajo con sus grabados. Al parecer, compartimos una pasion por Morland.

Tiene los ojos oscuros, si es que pueden serlo aun mas sus ojos cafes. Mendoza dice:

—Dígame, señor Garzon, qué le parece esta idea: mientras se dedican a enmarcar los grabados, ¿por qué no autoriza a su sobrina a hacer una visita a Calle 29? ¿No le gustaría pasar unos días en Bogota, señorita Garzon? Veo por su expresión que sí le agradaría.

—No le agradaría —dice mi tío.

Herzog se me acerca. Su abrigo es grueso y está sudando. Coge las puntas de mis dedos.

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora