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—¡Señora Caceres! —grité yo. Embestí contra la puerta y Mari salió despedida. Cogí a Charly del brazo y lo empujé dentro de la tienda—. ¡Señora Caceres! —volví a gritar.

Corrí hacia la cortina colgante de paño y la eché abajo. El pasillo que había detrás era oscuro, y tropecé, igual que Charly. Llegué a la puerta del fondo y la abrí. El calor, el humo y la luz que salían desde adentro me deslumbraron.

Vi primero a Garcia.

Estaba a mitad de camino de la puerta, adonde se había dirigido en cuanto oyó todo aquel griterío. Cuando me vio se detuvo y levantó los brazos. Detrás de él estaba Juancho Muñoz, con su chaqueta de piel de perro, y detrás de él —al verla, yo habría podido gritar como una niña— estaba la señora Caceres.

Y sentada detrás de la mesa, en la silla grande de la señora Caceres, estaba Maria Jose.

Debajo de la silla estaba Houdini. En el alboroto, había empezado a ladrar. Al verme, ladró más frenéticamente y movió el rabo, y luego vino a ponerme las patas encima. La bulla fue horrorosa. Garcia se adelantó, le agarró del collar y rápidamente tiró de él hacia atrás. Tiró tan fuerte que casi lo estranguló. Yo retrocedí y levanté los brazos. Todos los demás me miraron. Si no habían visto el cuchillo antes, lo vieron ahora. La señora Caceres abrió la boca. Dijo:

—Dani, yo..., Dani...

Mari entró entonces desde la tienda, corriendo detrás de mí.

—¿Dónde está? —gritó. Tenía los puños cerrados. Apartó a Charly de un empujón, me vio y dio una patada en el suelo—. Qué descaro el tuyo al venir aquí.

¡Perra! ¡Casi le has partido el corazón a la señora Caceres!

—Apártate —le dije, blandiendo el cuchillo.

Me miró asombrada y se acobardó; ojalá no lo hubiera hecho, pues había algo atroz en ello. Sólo era Mari, en definitiva. El cuchillo empezó a temblar.

—Señora Caceres —dije, dirigiéndome a ella—. Le han contado mentiras. Yo nunca... ¡Me han..., él y ella... me han encerrado! Y he tardado todo este tiempo...,¡desde septiembre!, en volver a su lado.

La señora Caceres tenía la mano puesta en el corazón. Parecía tan sorprendida y asustada como si la estuviese apuntando a ella con el cuchillo. Miró a Garcia y luego a Maria Jose. Pareció que se reponía. Con un par de pasos ágiles recorrió la cocina y me echó los brazos al cuello.

—Querida niña —dijo.

Me apretó la cara contra el pecho. Algo duro me golpeó la mejilla. Era el broche de diamantes de Maria Jose.

—¡Oh, por supuesto! —exclamé al notarlo. Y me debatí para soltarme—. ¡La ha engatusado con joyas! ¡Con joyas y mentiras!

—Querida niña —repitió la señora Caceres.

Pero yo miré a Maria Jose. Ella no se había asustado ni sobresaltado al verme, como todos los demás habían hecho; sólo, al igual que la señora Caceres, se había puesto la mano en el corazón. Estaba vestida como una chica del barrio, pero tenía la cara fuera del alcance de la luz y los ojos en la sombra: su aspecto era bello y orgulloso. Pero le temblaba la mano.

—Eso es —dije cuando lo vi—. Tiemblas.

Ella tragó saliva.

—Habría sido mucho mejor que no vinieras, Dani —dijo—. Habría sido mucho mejor que te quedaras lejos.

—¡Claro, bien puedes decir eso! —grité. Su voz había sido clara y dulce. Me acordé de que la había oído en sueños en el manicomio—. ¡Por supuesto puedes decir eso tú, maldita serpiente, víbora!

Falsa IdentidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora