Capítulo 7

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Zoé.

Me detengo sin pensar en cuanto capto las miradas de algunos de mis compañeros, recorrerme de arriba abajo, como si tuviese alguna anomalía en el cuerpo o en la ropa. O peor, cómo si tuviese un letrero pegado en la ropa que diga: «VÉANME, PERROS».

¿Qué sucede? ¿Por qué todos me miran? Nadie me miraba antes de cambiar mi imagen. ¿Por qué todos lo hacen ahora?

Incluso con los auriculares puestos, puedo escuchar a los de último año —con sus deportivas chaquetas rojas y de logotipos de coyotes, fumando como si fuesen los amos de la escuela— decir entre ellos, pero con toda la malvada intención de que yo los escuche.

—¡Ésa es Zoé Mendoza! —Las mandíbulas de esos chicos rozan el pavimento.

—¡Hombre, creo que sí! —lo alienta su compañero. Su lengua escapa de su boca, como si fuese una bicha recolectora de insectos. Asqueroso—. ¡Se puso buena!

Ignoro el bochorno que cubren mis mejillas, cuando escucho el chiflido de alguno de esos idiotas, ser lanzado contra mis pechos o piernas. Siento que todo el equipo de fútbol americano me mira lascivamente el trasero. (Ejem, sin comentarios).

Apresuro el paso. En el camino, me encuentro con más cuchicheos alarmantes, halagadores y ofensivos, acerca de mi repentino cambio de imagen.

Puedo jurar, que algunos de esos deportistas forman una cadena de silbidos, como los personajes de esas caricaturas subidas de tono de los años y cacho.

Unas porristas de segundo y último año: inspeccionan mi ropa. Las finas y depiladas cejas de las animadoras: se levantan con cinismo, mientras examinan mis bronceadas piernas. Una de ellas repara en el color de mis ojos, y juro que su carita de ángel, se transforma en una despreciable. Hago contacto visual con una morena de labial rojo, y compruebo que es Liv, una compañera y muy buena amiga del grupo de Bambi; gracias al cielo, ella no está por aquí, si no tendría que andar con más cuidado del que me propongo para no llamar su atención. No le temo a ese personaje de Disney y mezcla de Maléfica, pero a veces es mejor evitar el peligro.

Unos cuantos chicos de segundo me reconocen, y empiezan a lanzarse miradas intuitivas y algo espeluznantes entre ellos, cuando me ven pasar. Camino hacia mi nuevo salón de clases; pero antes, tendré que meter mis libros de texto en mi nuevo casillero. Lo bueno de estar en último año de bachillerato, es que tendré que moverme de clase en clase a partir de ahora; mejor para mí, así no me dormiré. Me pregunto si Aidan y yo habremos coincidido en algunas clases. Me gustaría que, por lo menos, tengamos algunos talleres juntos. Sé que la Literatura no es lo suyo, y tampoco las clases de cocina, así que probablemente nos veamos en Carpintería.

Distingo a algunos compañeros de tercero fumando en la fuente de la escuela; pero estos también empiezan a mirarme y a hablar entre ellos, como si no estuviese escuchando sus lascivos comentarios hacia mi trasero. Me inspeccionan de arriba abajo, como a un detector de metales, al pasar valientemente por la zona que conforma su pequeño grupo de amigos. No hago caso a sus estúpidos ronroneos y continúo con mi camino. Llego a los casilleros, y busco el que me corresponde. Pongo la combinación. Descubro un espacio vacío, a excepción de algunos restos de cinta adhesiva y chinchetas; me imagino que sujetaban las fotografías del propietario anterior.

—Puf —resoplo, mientras intento arrancar los desperfectos con mis uñas.

Hago lo que puedo, pero decido que lo mejor será personalizar mi casillero para cubrir los desperfectos. Guardo las chinchetas en una cajita de mentas, que siempre embolso por si una ocasión como ésta se presenta. Meto algunos libros, e incluso repuestos de lápices y plumas de colores. Cuelgo mi atrapa-sueños de plumas azules y rosas, con un marco circular violeta y listón de igual color, y piedras de rojo esmeralda en forma de corazón.

Equivocada Decisión ✔️ [Parte 1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora