Capítulo 1

440 27 1
                                    


"He estado antes aquí,

pero no sabría decir cuándo,

conozco la hierba que hay más allá de la puerta,

el aroma sano y penetrante,

el rumor acompasado, las luces de la costa.

Habías sido mía antes,

no puedo decir cuánto tiempo hace de ello;

pero justo cuando te giraste para ver volar la golondrina,

un velo cayó y lo supe todo de los tiempos pasados"

—Dante Gabriel Rossetti

.

Capítulo I

.

Miro por la ventana, hay un día muy gris esperando ahí fuera. Las nubes bajan lentamente, como si amenazaran con engullir todo a su paso. Mi corazón, en contraste, late despacio y con la cadencia del que esta hibernando en espera de una lejana primavera. A través del jardín se ven algunos árboles, la nostalgia de sus vestimentas caídas los convierten en lúgubres e inmóviles guardianes. Me masajeo las sienes, me duele un poco la cabeza, no es extraño a mi edad o quizás sea el encierro, he salido muy poco últimamente.

Avanzo a lo largo del pasillo de mi casa, es acogedora, se podría incluso considerar un hogar, aunque lo que puedo llamar hogar está en otra parte y la melancolía arraigada al otoño me lo recuerda. Al llegar al baño, observo mi imagen en el espejo, las arrugas han comenzado a surcarlo irreversiblemente. Hoy eso ya no me preocupa, aunque hace algunos años la edad era una tara con la que no lograba reconciliarme. Extendí la mano hacia la estantería en la que estaban las pastillas para el dolor de cabeza, en tanto, la puerta principal se abría.

—¡Hola mamá!

Era mi hijo Derek.

—Hola —respondí.

Volví a mirar mi rostro en el espejo. Mi vida podría haber sido diferente, muy diferente.

.

.

Caminaba rápido, apresurando el paso todo lo que podía, había salido del trabajo lo antes posible con lo que podía considerarse una mentira piadosa, tenía una cita con el médico. Había sostenido la mentira durante la mañana, fingiendo que la tos no me dejaba, todo con tal de escaparme, de lo contrario no podría venir a este lugar que a medida que me iba acercando podía escuchar el ruido y ver la aglomeración de personas. Había cientos de chicas y yo tenía la inocente idea de poder pasar por entre todas ellas para ponerme en primera fila, vaya si era ingenua. En cuanto me encontré con esa pared humana, comencé a abrirme paso con mucha dificultad, quejándome y obviando los empujones y codazos que recibía.

—Permiso, permiso... disculpa —repetía, mientras avanzaba por todos los recovecos que encontraba.

Unas personas se fastidiaban más que otras, unas tardaban más que otras, pero al final todos se iban moviendo lo suficiente como para dejarme un milímetro más cerca hasta que casi, como si de un acto de magia se tratara, me encontré con la barrera de contención que nunca había tenido para mí un nombre mejor puesto, ya que nos contenía a todos con bastante eficacia. Los apretones se sucedían uno tras otro, por lo que no debía extrañarme si mañana tenía las costillas amoratadas por la presión contra la barrera, por momentos sentía que me faltaba la respiración.

El día estaba bastante frío, pero mis mejillas ardían.

El ruido era ensordecedor, no podía llegar a calcular la cantidad de personas que había en el lugar y tampoco me importaba demasiado, yo ya había logrado llegar lo más lejos que podía imaginar. Los gritos parecían anunciar que se acercaba aquello por lo que estaba aquí, la expectativa se hacía mayor, mi objetivo, la razón de que yo estaba aquí se encontraba a sólo metros de mí, acercándose por segundos. El corazón me latía con fuerza, lo sentía golpear mi pecho. La sangre corría por mis venas de forma frenética y me producía hormigueo en las manos, las piernas y las mejillas. No podía creer que finalmente tendría frente a mí, por un maravilloso instante, al poseedor secreto de mis más profundos anhelos: Bill Kaulitz.

SagradoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora