19- El perdón no es divino

117 20 58
                                    

Al despertar me encontré arriba de una manta, en medio de un pequeño claro dentro de las entrañas del bosque

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Al despertar me encontré arriba de una manta, en medio de un pequeño claro dentro de las entrañas del bosque. Sabía que estábamos lejos de la ciudad porque la oscuridad era completamente densa, parecía que había sido engullida por la nada misma.

Me rodeaban pastizales bajos, pinos y caducifolios que danzaban con el viento como si quisieran impresionar al cielo estrellado. Mi respiración perezosa elevó votas de vapor que se fundieron con el paisaje y solo entonces supe que no se trataba de un sueño.

Tardé unos segundos en darme cuenta que no podía moverme. Estaba paralizada. Quise hablar, pero mis cuerdas bocales se sentían ásperas y mis labios solo consiguieron emitir un débil gruñido. El pánico se apoderó de mí y las preguntas vinieron como una avalancha de preocupación ¿La operación había salido mal? ¿Por qué no podía moverme? ¿Habré quedado paralitica? ¿Dónde estoy? ¿Dónde están todos?

Una vez más, me esforcé por hablar y mi boca adormecida consiguió pronunciar dos nombres.

—Patty —murmuré con mi corazón alterado.

Nadie contestó. Solo escuché el ruido de la noche y mi respiración asustada. Los árboles susurraron bajo la ventisca y me alegré al sentir que el bello de mi cuerpo se erizaba por el aire helado. Mi sistema nervioso no estaba roto después de todo. Podía sentir mis extremidades adormecidas por las bajas temperaturas y el frío. El frío era infernal, si esa comparación tuviera sentido alguno.

—¿Wild? —atiné.

—Aquí estoy —respondió despertándose con los cabellos revueltos.

Dormía al lado mío, pero no lo había visto porque no podía girar mi cabeza. Wild se acomodó sobre un codo para observarme y, aún en la oscuridad, noté la brillante capa de sudor que reposaba en su frente.

—No puedo moverme —lloriqueé igual que una niña porque no lograba hacer otra cosa que parpadear y hablar.

—Voy a decirle que se tranquilice —dijo a la voz que seguramente, con poca paciencia, se quejaba de mis lamentos.

Orientó mi rostro hacia sus ojos, tanteó la oscuridad hasta encontrar mi mano y entrelazó sus dedos calientes con los míos.

—Wild, no puedo moverme del cuello para abajo.

—Tranquilízate —solicitó.

Por más que me desagradara admitirlo, su presencia me calmó y alegró un poco. Tragué saliva y me esmeré en pronunciar otra palabra.

—¿Qué ocurre? —pregunté sin entender por qué lucía tan débil.

—La operación salió bien —contestó con voz ronca—. Estás bajo el efecto de un calmante muy fuerte. Demasiado fuerte. Por eso no puedes moverte.

—¿No voy a morir?

Apretó mi mano, su fuerza daba pena.

—No, no vas a morir...

El diablo habla de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora