Antes de llegar a la casa de Billie nos habíamos cruzado con, por lo menos, una docena de inquisidores.
Wild dijo que el pueblo había comenzado a llamarlos Preguntadores porque siempre venían con aires de superioridad a hacer preguntas incriminatorias. Por suerte, ninguno se percató de mí, Wild tenía razón, no me parecía en nada al retrato. Sin dudas, la persona encargada de dibujar mi rostro se había dejado guiar por testimonios donde me veían mucho más fuerte, valiente, decidida y justiciera de lo que era y podía llegar a ser.
Al parecer los preguntadores jamás andaban solos, marchaban al asecho en grupos conformados por un mínimo de dos personas. Parecía un requisito del clan ir siempre en manada. Además de, por supuesto, medir más de un metro ochenta, y tener un peso de músculo aproximado a cien kilogramos. Todos lucían fuertes e invencibles.
Al llegar a la panadería La Duquesa, en la zona céntrica de la ciudad, me sorprendió encontrar el local abierto. Había una ola difusa de clientes desparramándose por todo el recinto. No era el único negocio que fingía que nada pasaba, la mercería de enfrente, el local de muebles de al lado, la florería, la perfumería y la carnicería de la esquina cumplían con su horario habitual. Aquella pequeña muestra de cotidianidad me reconfortaba.
—Como te dije están perfectos —Apretó los dientes.
Oscar y Rita se situaban detrás del mostrador, Mirtha estaba a un costado, preparando el té que repartiría a los clientes. No localicé a las niñas, pero noté que la hermana de Billie le hablaba a alguien detrás del mostrador, era una persona tan pequeña que el mueble alcanzaba a cubrirla por completo. Supuse que ambas niñas se encontrarían allí, extrañando que su tío las tomara por los brazos y les diera piruetas.
El rostro de cada uno mostraba pocas horas de sueño. Sé que es imposible porque aún no se cumplía ni una semana desde que no los veía, pero lucían más viejos, como ancianos entregados al destino.
—Puedes entrar si quieres —dijo Wild observándome pegada al cristal del escaparate—. No van a reconocerte. Ellos te vieron como una dama y estás a años luz de parecer una.
Limpié el sudor frío de las palmas de mis manos, me conduje hasta la puerta y tomé la perilla, pero no me atreví a girarla. Di un paso hacia atrás.
—No —informé y retrocedí por completo—. Volveré a verlos, pero no así. Cuando lo haga, entraré con Billie y llevaré un vestido.
La primera vez que entré por esa puerta Oscar levantó su vista con la rapidez de un ciervo y clavó una sonrisa amigable en sus labios cuando nos notó en el otro extremo del negocio. Esa fue la primera impresión que tuve de él. Algo me decía que esa escena no había sido un evento aislado. Oscar cada día, a la misma hora, esperaba que la campana colgada en la puerta sonara, con su dulce tintineo, para anunciar que su hijo había regresado del trabajo. Entonces, temí que ahora levantara su mirada esperanzada para decepcionarse una vez más. No podía cruzarme con aquellos ojos sumergidos en la realidad de que su hijo Billie no volvería. No podía verlo perder la fe.
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El diablo habla de Dios
Ciencia FicciónLuego de la Gran guerra el último bastión de la humanidad se refugió en Italia donde la Iglesia católica, como única institución social en pie, volvió a tomar el control de todas las almas e instauró las viejas reglas de la inquisición. Dentro del n...