Hace miles de años, en la misma tierra que me vio nacer, estalló el volcán de la ciudad de Pompeya. Nadie lo pudo pronosticar, mucho menos evitar. La explosión al igual que esta se presentó sin avisos. Los únicos testigos de aquella masacre fueron las miles de personas que quedaron sepultadas bajo ceniza caliente y lava volcánica. A cientos de kilómetros sus cuerpos reposaban en la misma posición que tenían cuando la muerte los encontró.
¿Por qué digo esto? Porque me hubiese gustado que la explosión en la iglesia fuera la erupción de un volcán. De esa manera, mi cuerpo hubiese quedado petrificado junto al de Billie y no habría volado lejos como una chispa expulsada de una fogata.
Arriba de mi cayeron varios cuerpos y quedé adormecida por un tiempo. Así lo sentí, como si mis huesos tuvieran sueño o pereza de moverse. La nieve debajo se tiñó con gotas de sangre que brotaron de mi frente. Eso fue lo único que conseguí ver porque, delante de mí, solo había una espesa nube oscura que olía a pólvora.
No podía respirar.
Mis labios balbucearon el nombre de Billie, pero no escuché algún sonido salir de mi garganta seca. Traté de incorporarme y fue inútil, mis extremidades se negaban a obedecer y el peso muerto que me aplastaba no me lo hacía más fácil. Mi visión se desfiguró y los dedos en mis manos se multiplicaron cuando una de las nubes oscuras decidió marcharse. En ese espacio vi a un señor que gritaba angustiado, pero no lo oía. Era Bob y le faltaba un brazo. La nieve debajo de él chupó sedienta su sangre y la misma neblina volvió a cubrirlo. Nunca más volví a verlo, pero su rostro agonizante estuvo grabado en mi cabeza hasta el final de mis días.
Muchas botas y zapatos corrieron delante de mí y ninguno se detuvo. El señor que me aplastaba logró ponerse de pie y dejarme libre. Mis pulmones de inmediato se llenaron de aire y en mis oídos rebotó un apabullante pitido.
Con letargo lo imité y comencé a caminar. Tardé en darme cuenta que no iba hacía ningún lugar, arrastraba mis pies por un campo repleto de gente con las extremidades cercenadas y la ropa manchada de sangre. Temblaban histéricos y abrían la boca para gritar o llamar a alguien. Cada rostro estaba moldeado por dolor y confusión.
Tropecé, mi capa se había mojado por la nieve y se tornó latosa. Me incorporé, desaté los listones manchados de sangre de mi cuello y la tela cayó al piso. Me sentí expuesta sin tanto peso, parecía que acababa de quitarme otra cosa y no una capa. Otra cosa, como una venda que cerraba mis ojos. Seguí avanzando. Caminé hacia el borde de un abismo que me esperaba impaciente hasta que pisé el talón de un cuerpo sin querer, salí del trance y caí de bruces.
Era Wild, brotaba sangre de su boca.
¿Qué no mueres nunca? Pensé.
Sus ojos se abrieron enormemente al notar que se trataba de mí. Me tomó con un movimiento lento de la muñeca y me libré asestándole una flácida cachetada en la cara que ni de coña lo lastimó, pero provocó que cerrara sus ojos como si fuera a estornudar. Aproveché ese momento de debilidad para seguir caminando, sabía que no me seguiría porque se veía muy débil.
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El diablo habla de Dios
Science FictionLuego de la Gran guerra el último bastión de la humanidad se refugió en Italia donde la Iglesia católica, como única institución social en pie, volvió a tomar el control de todas las almas e instauró las viejas reglas de la inquisición. Dentro del n...