13- Pacífico Anfutio

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Luego de que desinfectara mi herida, nos dirigimos a la cocina y preparamos el almuerzo con lo último comestible que había en la casa: comida enlatada para perros, zanahorias y galletas saladas

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Luego de que desinfectara mi herida, nos dirigimos a la cocina y preparamos el almuerzo con lo último comestible que había en la casa: comida enlatada para perros, zanahorias y galletas saladas.

El sabor no era agradable, pero llenaba la panza y necesitábamos algo en el estómago para sobrevivir. Mientras cocinábamos Wild comentó que el día anterior había ido a la casa de su padre para robar un arma de fuego que guardaba debajo del sofá de la sala. Y tuvo un inconveniente del que pudo zafarse gracias a que su hermano David lo cubrió.

—Me crucé con papá, estaba enojado de una forma paranormal, echaba chispas por los ojos y las venas le sobresalían —relató entre risas, me tendió un plato de comida y nos sentamos en el pasillo, frente a la ventana—. Apenas me vio empezó a regañarme por hacerme el tonto y ausentarme estos últimos días, no me quedé a escucharlo. Salí corriendo y me siguió un par de calles. Antes de perderlo en la multitud le dije que lo vería, si o si, en nuestro encuentro en la cafetería y que ahí le explicaría todo.

—¿Puedo ver?

—Si solo supiera que estoy organizando su muerte —se rio y cayeron pedazos de comida de sus labios.

—¿La tienes?

—¿El arma? —preguntó con la boca llena mientras buscaba algo detrás de su pantalón—. No te encariñes porque no es nuestra, es para las chicas —dijo y con cuidado colocó el revólver en mis manos. Estaba hecho de metal, pero se sentía liviano—. Yo no voy a estar para echarles un ojo y así me siento más tranquilo.

—Si hablas de esa forma parece que tienes corazón —dije y lo apunté.

No tenía idea de cómo se usaba un arma porque nunca había visto una real, solo en imágenes de libros viejos y propaganda de la capital. Carteles que pegaban en las paredes de la ciudad para presumir la gran labor de los Inquisidores. En todas las imágenes los soldados posaban con armas del viejo mundo y una postura fuerte y segura, ellos eran los únicos que contaban con pistolas de pólvora porque eran hombres preparados, y sus vidas valían demasiado como para acortarlas con ignis.

—Bum —dijo con una sonrisa, no tenía miedo de morir, la mayor parte del tiempo yo tampoco lo tenía—. Tiene seguro —apuntó con su nariz a una perilla que se situaba en el lomo—. Si quieres matarme tienes que bajarlo y apretar el gatillo que se encuentra en la parte inferior, cuando se acaben las balas oprimes ese botón e introduces municiones nuevas. Fin de la clase.

—¿Alguna vez mataste a alguien? —pregunté y se la devolví.

—Sí —respondió y ocultó el revólver detrás de su cintura.

—¿A quién?

—Nunca supe sus nombres, papá los señalaba con el dedo y yo solo lo hacía. Tal vez eran deudores o posibles enemigos, no lo sé.

Sentí curiosidad, sabía que Wild hacia trabajos peligrosos, pero nunca imaginé que se convertiría en el sicario personal de su papá.

—¿Cuántos fueron?

El diablo habla de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora