Una vez afuera busqué a Billie.
La neblina se había disipado lo suficiente como para apreciar la escena. Cuatros casas se habían venido abajo, no notabas donde comenzaba una y donde terminaba la otra. Todo era una montaña homogénea de pedazos irregulares de madera, ladrillos de piedra, tejas, paja y barro. La nieve a los alrededores se había derretido, se mezcló con la sangre y dejó la tierra blanda como un engrudo pegajoso que se aferraba a la suela de nuestros zapatos.
Las personas que decidieron quedarse afuera no habían perdido el tiempo, despejaron parte de la calle y acomodaron los cadáveres en una fila.
Salté la cerca y corrí hasta la acumulación de gente. Todo el pueblo estaba allí, mirando cómo los más jóvenes se aventuraban a las bases de la pirámide de restos para buscar a las personas que habían quedado debajo. Varios de los recién llegados se sumaron a correr los escombros. El más compenetrado en la labor era el chico que pidió ayuda, sus brazos delgados trabajaban igual que una máquina. Escuché que lo llaman Guisseppe.
Guisseppe tenía mi edad y parecía agradable.
Tres hombres se encontraban en la cima esforzándose en levantar una biga de madera que aplastaba a una anciana. Flexionaron sus rodillas, se colocaron el peso en el hombro y trataron de erguirse, pero siquiera consiguieron moverlo. Algunas voces dijeron que necesitaban más hombres y otras insistieron que nadie más debería subir porque la estructura era muy débil, perdería consistencia en cualquier momento y colapsaría. Si había alguien debajo, moriría.
Desde el final de la calle llegó una mujer galopando, con una mano se aferraba a las riendas de su animal y con la otra sujetaba las débiles cuerdas que rodeaban el cuello de los otros caballos. No sabía quién era, pero resolvió con rapidez el problema.
—Atad las sogas a la viga —gritó y arrojó las correas.
Manos estiradas en el aire las tomaron y empezaron a trabajar. Cuando el pánico corría no había rangos jerárquicos, todos éramos iguales, le hubieran obedecido hasta un niño pequeño si los ordenaba.
La idea era buena, utilizarían la fuerza de los caballos para correr el pilar. El problema era que demorarían demasiado tiempo en amarrarlo y la señora no tenía segundos que perder. Sus llantos agónicos llegaron hasta mis oídos y me sentí vestida de impotencia, no sabía qué hacer. El hombre de barbilla partida que se había casado hace poco dirigió los grupos que arrastraban las sogas. No sabía su nombre, pero recordaba su rostro y sabía que era colega de Billie. Me acerqué con la esperanza de encontrarlo.
Hasta mis oídos llegaron diferentes quejas por la ausencia de los agentes de seguridad, muchos estaban revelando sus opiniones más de lo que deberían. Los susurradores siempre se mostraron apegados a la policía, pero no los defendieron porque estaban ocupados rezando u observando cómo la población trabajaba.
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El diablo habla de Dios
Ciencia FicciónLuego de la Gran guerra el último bastión de la humanidad se refugió en Italia donde la Iglesia católica, como única institución social en pie, volvió a tomar el control de todas las almas e instauró las viejas reglas de la inquisición. Dentro del n...