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«Ya basta de té con leche», escribió Emily Byrd Starr en su diario cuando llegó a la la Luna Nueva desde Shrewsbury, dejando atrás sus días de estudiante y teniendo por delante la inmortalidad. Lo cual era un símbolo. Cuando la tía Elizabeth Murray le permitió tomar té de verdad (como algo normal y no como una concesión especial) consintió tácitamente en dejarla crecer. Ya hacía un tiempo que otras personas la consideraban una persona adulta, en especial su primo Andrew Murray y su amigo Perry Miller, que le habían propuesto matrimonio y habían sido rechazados desdeñosamente.
Cuando la tía Elizabeth se enteró, comprendió que no tenía sentido seguir obligándola a tomar té con leche.
Aunque ni siquiera entonces tuvo Emily muchas esperanzas de que alguna vez le permitieran usar medias de seda. Podían tolerarle unas enaguas de seda porque, a pesar de ese ruido seductor, no se veían, pero las medias eran una inmoralidad. De modo que Emily, de quien aquellos que la conocían comentaban con aire misterioso a los que no la conocían que escribía, fue aceptada como una de las señoras de la Luna Nueva, donde no había cambiado absolutamente nada desde que ella había llegado siete años antes y donde el adorno tallado del aparador seguía arrojando la misma extraña sombra de una silueta etíope en el mismo lugar de la pared donde ella, fascinada, lo vio la primera noche que pasó en la casa. Una vieja casa que había vivido su vida hacía ya tiempo y era por lo tanto muy tranquila, sabia y algo misteriosa. También un poquito austera, pero muy agradable. Había gente de Blair Water y Shrewsbury que la consideraban un lugar y una perspectiva aburrida para una muchacha joven y decían que Emily había sido muy tonta al rechazar el ofrecimiento de la señorita Royal (un puesto en una revista) en Nueva York. ¡Echar por la borda una oportunidad tan buena de hacer algo de provecho! Pero Emily, que tenía ideas muy definidas sobre lo que iba a hacer de provecho, no pensaba que la vida en la Luna Nueva sería aburrida ni que había perdido su oportunidad de subir el Sendero Alpino por haber elegido quedarse allí. Por derecho divino pertenecía a la Antigua y Noble Orden de los Contadores de
Historias. De haber nacido miles de años antes, se habría sentado alrededor del fuego de la tribu y habría fascinado a su público. Habiendo nacido en tiempos tan recientes, debía llegar a él por medios artificiales. Pero el material con que se tejen los cuentos es el mismo en todas las épocas y en todos los lugares: nacimientos, muertes, bodas, escándalos…, son las únicas cosas interesantes del mundo. De modo que ella se dispuso, muy resuelta y alegremente, a
perseguir la fama y la fortuna… y algo que no era ninguna de las dos cosas. Porque escribir, para Emily Byrd Starr, no era sólo asunto de lucro material o corona de
laureles. Era algo que tenía que hacer. Algo, una idea, ya fuera bella o espantosa, la torturaba hasta que la escribía. Humorística y dramática por instinto, la comedia y la tragedia de la vida la subyugaban y exigían expresión a través de su pluma. Un mundo de sueños perdidos pero inmortales, que se escondían justo del otro lado del telón de la realidad, la llamaba en busca de corporización e interpretación, la llamaba con una voz que ella no podía, ni osaba, desobedecer.
Se sentía plena del gozo juvenil de la pura existencia.
La vida la llamaba y la instaba a avanzar. Ella sabía que la esperaba una lucha difícil; que constantemente
ofendería a los vecinos de Blair Water que querrían que les escribiera notas necrológicas y que, si ella utilizaba una palabra poco común, dirían despectivamente que «hablaba a lo grande»; sabía que habría montones de notas de rechazo; sabía que
habría días en los que sentiría, desolada, que no era capaz de escribir y que era inútil
intentarlo; días en los cuales la frase de las editoriales (lo cual no implica necesariamente negar sus méritos) le destrozaría tanto los nervios que le vendrían
ganas de imitar a Marie Bashkirtseff y arrojar el insoportable y despiadado reloj de la
sala por la ventana; días en los que todo lo que había hecho o intentado hacer se desmoronaría y se volvería mediocre y despreciable; días en los que se sentiría arrastrada a una amarga falta de confianza en su convicción fundamental de que había tanta verdad en la poesía de la vida como en la prosa; días en los que el eco de
aquella «palabra al azar» de los dioses, que la llevaba a escuchar con tanta atención, esperando oírla, parecería atormentarla con sus insinuaciones de una perfección y una
belleza que estaban más allá del alcance del oído o la pluma de un mortal.
Sabía que la tía Elizabeth toleraba, aunque no aprobaba, su manía de escribir. Con asombro e incredulidad de ésta, en los últimos dos años que pasó en el instituto de
Shrewsbury, Emily había llegado a ganar dinero con sus poemas y sus cuentos. De ahí la tolerancia. Sin embargo, ningún Murray había hecho nunca nada por el estilo.
Y tenía la sensación, que a la Ilustrísima Elizabeth Murray no le gustaba nada, de estar apartada de algo. La tía Elizabeth se resentía del hecho de que Emily tuviera
otro mundo, apartado del mundo de la Luna Nueva y de Blair Water, un reino estrellado y sin límites, en el cual podía entrar a voluntad y al que ni siquiera la más
decidida y recelosa de las tías podía seguirla.
Yo creo firmemente que si no hubiera parecido tan a menudo que los ojos de Emily estaban mirando algo hermoso, secreto y encantado, la tía Elizabeth habría sido más comprensiva con sus ambiciones. A ninguno de nosotros, ni siquiera a las autosuficientes Murray de la Luna Nueva, nos gusta que nos dejen fuera.
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Emily triunfa
Teen FictionÚltima parte de la serie Emily está convencida de que va a convertirse en una escritora de éxito. Pero sabe que para ello necesita tener cerca al que ha sido su amor desde la infancia, Teddy Kent. Cree que su amor va a durar eternamente y que juntos...