CAPÍTULO VEINTE

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El día en que cumplía veinticuatro años, Emily abrió y leyó la carta que había escrito «de ella a los catorce años a ella a los veinticuatro». No fue el ejercicio divertido que una vez imaginó que sería. Se quedó mucho rato sentada junto a la ventana, con la carta en la mano, mirando la luz de las estrellas amarillas que se hundían en el bosque al que, por costumbre, la gente seguía llamando el bosque de John el Altivo. ¿Qué saltaría cuando abriera la carta? ¿Un fantasma de la primera juventud? ¿De la ambición? ¿Del amor desaparecido? ¿De la amistad perdida? Emily pensó que prefería quemar la carta a leerla. Pero eso sería una cobardía. Uno tiene que enfrentarse a las cosas, incluso a los fantasmas. Con un movimiento rápido y repentino abrió el sobre y sacó la carta. Con ella salió un viejo aroma. Doblados con la carta había unos pétalos secos de rosas, unas cositas amarronadas que se hicieron polvo entre sus dedos.
Sí, recordaba aquella rosa: se la había traído Teddy una tarde, en los tiempos en que eran niños juntos. Estaba muy orgulloso de aquella primera rosa florecida en un pequeño rosal que le había regalado el doctor Burnley, la única rosa que dio aquel rosal, por otra parte. A la madre de Teddy le disgustaba el amor del niño hacia la plantita. Una noche, ésta se cayó accidentalmente del alfeizar de la ventana y se rompió. Si Teddy pensó o supo que existía una relación entre los dos hechos, jamás lo dijo. Emily conservó la rosa todo el tiempo que pudo, pero la noche en que escribió la carta cogió aquella flor marchita y desvaída y la dobló, con un beso, entre las hojas de papel. Se había olvidado de que estaba allí y en ese momento le cayó entre las manos, marchita, fea, como las rosadas esperanzas de hacía ya tiempo, aunque con una dulzura delicada y amarga. Toda la carta parecía rebosar de esa dulzura, pero ella no sabía si era de los sentidos o del espíritu. La carta, reconoció Emily con severidad, era una tontería romántica. Algo de lo que reírse. Emily se rió con cuidado de algunas partes. ¡Qué primitiva, qué tonta, qué sentimental, qué divertida! ¿De verdad había sido tan joven e insensible para escribir una tontería tan pomposa y exultante? Y otra cosa: a los catorce años, los veinticuatro parecían al borde de lo venerable.
¿Ya has escrito tu gran libro? —preguntaba Catorce con mucho desparpajo, al final—. ¿Ya has llegado a la cima del Sendero Alpino? Ay, Veinticuatro, te envidio. Ha de ser esplendido ser tú. ¿Me miras con desdén y compasión? Ya no eres capaz de columpiarte en un portón, ¿eh? ¿Eres una formal señora casada con muchos hijos y vives en la Casa Desilusionada con Ya-sabes-quién? Lo único que te ruego es que no seas pedante, querida Veinticuatro. Y sé dramática. Amo las cosas y las personas dramáticas. ¿Eres la señora de…? ¿Qué nombre llenará el espacio en blanco? Ay, querida Veinticuatro, en esta carta para ti pongo un beso, un puñado de claro de luna, el alma de una rosa, un poco de la verde dulzura del viejo campo de la colina, y el aroma de las violetas silvestres. Espero que seas feliz, famosa y encantadora, y espero que no te hayas olvidado de Tu tonta La yo de antes.
Emily guardó la carta.
—Basta de tonterías —soltó despectiva.
Luego se sentó en su silla y dejó caer la cabeza sobre el escritorio. ¡Pequeña Catorce: tonta, soñadora, feliz, inocente! Siempre pensando que algo grande, maravilloso y hermoso la esperaba en los años futuros. Segura de poder alcanzar el
«púrpura de la montaña». Segura de que los sueños siempre se convierten en realidad.
Tonta Catorce que, sin embargo, había sabido ser feliz.
—Yo te envidió a ti —dijo Emily—. Ojalá no hubiera abierto tu carta, tontita
Catorce. Vuelve a las sombras del pasado y no vuelvas para burlarte de mí. Esta noche la voy a pasar en vela por tu culpa. Voy a estar toda la noche sin dormir,
compadeciéndome.
No obstante, los pasos del destino sonaban en la escalera, aunque Emily creyó que no eran más que los pasos del primo Jimmy.

                    2
Él iba a llevarle una carta, una carta delgada y, de no haber estado tan absorta con ella misma a los catorce, Emily se habría dado cuenta de que al primo Jimmy los ojos le brillaban como los de los gatos, y que un aire de entusiasmo mal disimulado rodeaba
toda su persona. Más aún, después de que ella le dio las gracias por la carta y volvió al escritorio, él se quedó en el descansillo oscuro, observándola con disimulo a través
de la puerta entreabierta. Al principio pensó que ella no iba a abrir la carta porque Emily la arrojó con indiferencia, se sentó y se puso a mirarla fijamente. El primo
Jimmy casi pierde la razón por la impaciencia.
Pero después de unos minutos de distracción, Emily se incorporó con un suspiro, estiró la mano y cogió la carta.
«Si no me equivoco, querida Emily, no vas a suspirar cuando leas lo que dice esa carta», pensó el primo Jimmy, contentísimo.
Emily miró el remite y se preguntó para qué le escribiría la Editorial Wareham, la más antigua e importante de los Estados Unidos. Publicidad, seguramente. Pero entonces se encontró mirando incrédula, la hoja escrita a máquina, mientras el primo Jimmy se entregaba a una danza silenciosa sobre la alfombra tejida a mano por la tía Elizabeth, que había en el descansillo.
—No… no entiendo —balbuceó Emily.
Estimada señorita Starr:
Tenemos el gusto de hacerle saber que nuestros lectores han presentado un informe favorable de su historia La virtud de la rosa y que, si llegamos a un acuerdo mutuamente satisfactorio, quisiéramos añadir el libro a nuestra
lista de ediciones para la próxima temporada. Nos interesa, asimismo, conocer sus planes con respecto a trabajos
futuros.
Sin otro particular, etcétera.
—No… no entiendo —repitió Emily.
El primo Jimmy ya no podía contenerse. Hizo un ruido que estuvo entre un «hurra» y un «guau». Emily atravesó la habitación corriendo y lo hizo entrar.
—Primo Jimmy, ¿qué quiere decir esto? Tú sabes algo. ¿Cómo llego mi libro a
Wareham?
—¿De verdad lo han aceptado? —preguntó el primo Jimmy.
—Sí. Pero yo no lo mandé. Ni se me ocurrió que pudiera servir de algo. Wareham.
¿Estoy soñando?
—No. Te lo voy a explicar, pero no te enfades. ¿Recuerdas que hace un mes Elizabeth me pidió que ordenara la buhardilla? Estaba yo moviendo esa caja de
cartón en la que guardas tus cosas y se desfondó. Todo se… desparramó por los suelos. Lo junté todo y el manuscrito de tu libro estaba allí. Miré una página y me senté a leer, y, cuando vino Elizabeth una hora después, me encontró todavía sentado en el suelo, leyendo. ¡Ay, cómo se enfadó! La buhardilla a medio ordenar y la cena ya estaba lista. Pero a mí no me importó lo que dijera. Me puse a pensar: «Si ese libro
me hizo olvidarme de todo es que tiene algo. Yo lo voy a mandar a algún lado». No sabía donde mandarlo si no era a Wareham, porque había oído hablar de esa editorial muchas veces. Tampoco sabía cómo mandarlo, así que lo metí en una vieja caja de
galletitas y lo mandé y punto.
—¿No mandaste sellos por si lo rechazaban? —preguntó Emily, horrorizada.
—No, ni se me ocurrió. Tal vez por eso lo aceptaron. Tal vez las otras editoriales lo devolvieron porque les enviaste los sellos.
—No creo. —Emily rió y se dio cuenta de que se había puesto a llorar.
Emily, no estás enfadada conmigo, ¿no?
—No, no, querido primo Jimmy, sólo estoy tan alelada, como dices tú, que no sé qué decir ni qué hacer. Es tan… ¡Wareham!
—Desde que lo mandé he estado vigilando la correspondencia —confesó el primo
Jimmy, riendo—. Elizabeth está convencida de que ahora sí que me he vuelto
completamente loco. Si lo rechazaban, pensaba guardarlo en la buhardilla; no quería
que te enteraras. Pero cuando he visto ese sobre finito me he acordado de lo que dijiste una vez de que los sobres finitos siempre traen buenas noticias… ¡querida
Emily, pequeña, no llores!
—No puedo… evitarlo. Ay, perdóname por lo que te he dicho, pequeña Catorce años. No eras una tonta, eras sabia, tú lo sabías.
—Se ha trastornado un poco —se dijo el primo Jimmy—. Y no es de extrañarse después de tantos traspiés. Pero pronto recuperará el juicio.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora