CAPÍTULO VEINTICINCO

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Sólo dos semanas para la boda. Emily descubrió lo largas que pueden ser dos semanas, a pesar de que cada momento del día estaba lleno de cosas para hacer, domésticas y sociales. En todas partes se hablaba mucho del acontecimiento. Emily apretó los dientes y siguió adelante. Ilse estaba aquí, allí y en todas partes. No hacía nada, pero hablaba mucho.
—Es tan tranquila como una pulga —gruñía el doctor Burnley.
—Ilse es una muchacha tan inquieta… —se quejaba la tía Elizabeth—. Parece tener miedo de que la gente no sepa que está viva si se queda sentada y quieta un momento.
—Tengo cuarenta y nueve remedios para los mareos en el mar —dijo Ilse—. Si llega la tía Kate Mitchell tendré cincuenta. ¿No es encantador tener parientes que se preocupan por una, Emily? Estaban solas en la habitación de Ilse. Era la noche en que se esperaba la llegada
de Teddy. Ilse se había probado media docena de vestidos diferentes y los había apartado todos con desdén.
—Emily, ¿Qué me pongo? Decide por mí.
—Yo, no. Además, ¿qué más da lo que te pongas? —Cierto, muy cierto. Teddy nunca se fija en lo que llevo puesto. A mí me gusta que los hombres se fijen y digan algo. Me gusta que un hombre prefiera que lleve un vestido de seda que de pana.
Emily miró por la ventana a un jardín enmarañado, donde la luz de la luna era un
inmóvil mar de plata que iluminaba suavemente las amapolas.
—Quise decir que Teddy… no va a pensar en tu vestido, sino en ti. —Emily, ¿por qué insistes en hablar como si creyeras que Teddy y yo estamos locamente enamorados el uno del otro? ¿Es tu complejo victoriano?
—¡Por lo que más quieras, no hables más de lo victoriano! —exclamó Emily con una violencia desacostumbrada, nada Murray—. Me tiene harta. Cualquier emoción sencilla, natural, ay, y dices que es victoriana. Hoy todo el mundo parece empeñado en despreciar cualquier cosa victoriana. ¿Saben de lo que hablan? Pues a mí me gustan las cosas decentes y sensatas, si eso es victoriano…
—Emily, Emily, ¿tú crees que a la tía Elizabeth le parecería decente o sensato estar locamente enamorado?
Las dos muchachas se rieron y así se aflojó la súbita tensión.
—¿No te vas, verdad, Emily?
—Claro que sí. ¿Crees que me voy a quedar a hacer de carabina?
—Ya estás otra vez. ¿Y a ti te parece que yo quiero encerrarme toda una tarde con un Teddy para mí sola? Nos pelearemos cada dos o tres minutos por cualquier cosa.
Claro que las peleas son divinas. Animan la vida. Yo necesito una a la semana. Tú bien sabes cómo disfruto con una buena pelea. ¿Recuerdas cómo peleábamos tú y yo? Últimamente no eres muy buena para eso. Y Teddy tampoco se entrega con toda el
alma. Perry sí, él sí sabía pelear. Piensa en las maravillosas trifulcas que habríamos
tenido Perry y yo. Nuestras discusiones habrían sido de maravilla. Nada mezquino ni a medias tintas. ¡Y cómo nos habríamos amado entre una y otra! ¡Ay, ay, ay!
—¿Todavía sigues pensando en Perry Miller? —preguntó Emily, enfadada.
—No, criatura. Pero tampoco estoy loca por Teddy. Después de todo, el nuestro es un amor de segunda mano por ambas partes, tú lo sabes. Sopa fría recalentada. No
te preocupes. Seré una buena esposa para él. Lo conservaré mucho mejor así que si lo creyera poco menos que un ángel. No sirve pensar que un hombre es perfecto porque, naturalmente, él está convencido de que lo es y, cuando encuentra a alguien que está de acuerdo con él, tiende a dormirse en sus laureles. Me irrita que todo el mundo piense que tengo tanta suerte por haber «pescado» a Teddy. Viene la tía Ida Mitchell:
«Has conseguido un marido perfecto, Ilse»; viene Bridget Mooney de fregar suelos en Stovepipe Town: «Caramba, señorita, qué hombre se lleva». «Hermanas por debajo de la piel», como te darás cuenta. Teddy es un buen hombre, en especial desde que se dio cuenta de que no es el único hombre del mundo. En algún lugar aprendió
buen juicio. Me gustaría saber qué mujer se lo enseñó. Ah, hubo alguien, estoy segura. Me contó algo del asunto, no mucho, pero sí suficiente. Ella lo despreciaba y
luego, después de haberle hecho creer que se interesaba por él, lo desairó sin más ni
más. Ni siquiera le contestó la carta en la que él le decía que la amaba. Odio a esa
muchacha, Emily, ¿no es extraño?
—No la odies —replicó Emily con voz cansina—. Tal vez no sabía lo que estaba haciendo.
—La odio por haber tratado así a Teddy. Aunque le hizo mucho bien. ¿Por qué la odio, Emily? Emplea tu renombrada habilidad en análisis psicológico y explícame este misterio.
—La odias porque… para utilizar cierta cruda expresión que hemos escuchado a menudo… estás cogiendo lo que ella dejó.
—¡Eres un demonio! Supongo que sí. ¡Qué feas resultan algunas cosas cuando las investigas un poco! Yo me vanagloriaba de que era un odio noble porque ella había hecho sufrir a Teddy. Después de todo, los victorianos tenían razón al ocultar tantas cosas. Las cosas feas tienen que ser escondidas. Ahora vete a tu casa si tienes que
irte, que yo trataré de parecer alguien a punto de recibir una bendición.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora