CAPÍTULO DIEZ

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Una noche de noviembre, cerraron la puerta de la Casa Desilusionada y Dean le dio la llave a Emily.
—Guárdala hasta la primavera —dijo, mirando hacia los campos grises, fríos y
quietos, sobre los que soplaba un viento helado—. No volveremos hasta entonces. En el tormentoso invierno que siguió, en el camino vecinal que llevaba a la casita, se habían amontonado tantas ramas que Emily no fue. Pero a menudo pensaba feliz en su casita, esperando en medio de la nieve la llegada de la primavera, de la vida y de la plenitud. Aquel invierno fue, en términos generales, una época feliz. Dean no se fue de viaje y estuvo tan encantador con las ancianas señoras de la Luna Nueva que ellas casi lo perdonaron por ser el Giboso Priest.
Claro que la tía Elizabeth no entendía ni la mitad de las cosas que decía y la tía Laura lo acusaba mentalmente del cambio sufrido por Emily. Porque Emily había cambiado. El primo Jimmy y la tía Laura lo sabían, aunque
nadie más parecía haberse dado cuenta.
A menudo, tenía una extraña inquietud en los ojos. Y a su risa le faltaba algo. No era tan rápida ni tan espontánea como antes.
Se había convertido prematuramente en mujer, pensó la tía Laura con un suspiro. ¿Había sido la espantosa caída por la escalera de la Luna Nueva la única causa? ¿Era feliz Emily? La tía Laura no se atrevía a preguntar. ¿Amaba a Dean Priest, con quien se casaría en junio? Laura no lo sabía, pero sí sabía que el amor no es algo que pueda generarse con un gesto del pulgar del intelecto. También sabía que una muchacha tan feliz como debería serlo una muchacha comprometida no pasa tantas horas paseándose por su dormitorio cuando tendría que estar durmiendo. Esto no se explicaba por el hecho de que Emily pensara argumentos para sus cuentos. Emily había dejado de escribir. En vano la señorita Royal escribía cartas con súplicas o reconvenciones desde Nueva York. En vano el primo Jimmy dejaba, a intervalos y sin ser visto, nuevos cuadernos sobre su escritorio. En vano Laura sugería, tímidamente, que era una lástima no seguir con algo cuando se ha comenzado tan bien. Ni siquiera la desdeñosa afirmación de la tía Elizabeth de que ella siempre había sabido que Emily se cansaría de escribir («la volubilidad de los Starr, te das cuenta») consiguió que Emily retomara la pluma. No podía escribir; nunca intentaría volver a escribir.
—Ya he pagado mis deudas y tengo suficiente en el banco para permitirme lo que
Dean llama mis caprichitos. Y tú ya me has tejido dos colchas a ganchillo —le dijo a la tía Laura algo hastiada y amargamente—. De modo que ¿qué importa? —¿Fue… fue la caída la que te quitó… la ambición? —preguntó, titubeando, la pobre tía Laura, poniendo en palabras lo que había estado atormentándola durante todo el invierno.
Emily sonrió y le dio un beso.
—No, querida. No tuvo nada que ver. ¿Por qué te preocupas por algo tan sencillo y natural? Aquí estoy, a punto de casarme, con una futura casa y un futuro esposo en quienes pensar. ¿No explica eso por qué he dejado de interesarme en… otras cosas?
Podría haberlo explicado, pero aquella noche Emily salió de la casa después de la puesta del sol. Su alma ansiaba libertad y salió a sacudirse un poquito el yugo.
Había sido un día de abril, cálido al sol, frío a la sombra. Se sentía el fresco, incluso en
medio del calor del sol. La noche era fría. El cielo estaba cubierto de nubes grises arrugadas, excepto hacía el oeste, donde una franja de cielo amarillo brillaba pálido y,
en él, triste y clara, una luna nueva se ponía detrás de una colina oscura. Parecía no
haber criatura viviente, salvo Emily a la intemperie, y las frías sombras que caían
sobre los campos mustios le daban al paisaje de principios de primavera un aspecto
indeciblemente triste y taciturno. Eso hizo que Emily se sintiera desvalida, como si lo
mejor de la vida perteneciera ya al pasado. La naturaleza siempre tenía gran
influencia sobre ella, quizá demasiada. Sin embargo, se alegraba de que la noche fuera melancólica. Cualquier otra cosa habría sido un insulto para su estado de ánimo.
Oyó el mar que se estremecía del otro lado de las dunas. Le vinieron a la cabeza unos viejos versos de Roberts.
Rocas grises y aún más gris el mar, en la costa, la espuma, y en mi corazón un nombre que mis labios ya no han de pronunciar.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora