CAPÍTULO VEINTIUNO

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Teddy e Ilse volvían a casa a pasar diez días en julio.
¿Por qué, se preguntó Emily, siempre venían juntos? No podía ser una mera coincidencia. Temía la visita y deseaba que pasara pronto. Le encantaría volver a ver a Ilse; por alguna razón, no podía sentirse una extraña con ella. Por mucho que estuviera lejos, en cuanto regresaba encontraba a la Ilse de antes.
Pero no quería ver a Teddy. Teddy, que se había olvidado de ella. Que no le había escrito nunca desde la última vez que se fue. Teddy, que ya era famoso como pintor de mujeres hermosas. Tan famoso y con tanto éxito que, le escribía Ilse, iba a dejar el trabajo en la revista. Emily sintió una especie de alivio al enterarse. Ya no abriría una revista con temor a encontrarse con su propio rostro (o su alma) mirándola desde alguna ilustración con «Frederick Kent» garabateado al pie, como diciendo «que les conste a todos los presentes que esta muchacha es mía».
A Emily le molestaban menos los dibujos que parecían reflejar toda su cara que aquellos en los que sólo los ojos eran suyos. Para poder pintar así sus ojos, Teddy tenía que saber todo lo que había en su alma. Pensarlo siempre la llenaba de furia y de vergüenza, y de una espantosa sensación de impotencia. No iba a decirle a Teddy, no podía decírselo, que dejara de usarla de modelo. Jamás se había rebajado a reconocer ante él que se había percatado del menor parecido que sus ilustraciones tenían de ella, y nunca se rebajaría a hacerlo. Y ahora que él regresaba a casa, podría estar en casa en cualquier momento. Ay, si ella pudiera irse, con cualquier pretexto, durante algunas semanas. La señorita Royal quería que fuera a visitarla a Nueva York. Pero no podía irse si venía Ilse. Bien… Emily se rehízo. ¡Qué estúpida era! Teddy venía a casa, como buen hijo, a ver a su madre, y sin duda se alegraría de ver a los viejos amigos cuando la presencia real de éstos se los trajera a la memoria. ¿Qué había de difícil? Ella tenía que deshacerse de esta absurda vergüenza. Lo haría. Estaba sentada ante la ventana abierta. Fuera, la noche parecía una flor oscura, pesada, perfumada. Una noche expectante, una noche de esas en las que suceden cosas. Muy serena, sólo con los sonidos acallados más hermosos, susurros delicadísimos de los árboles, suspiros ligerísimos del viento, un gemido, a medias oído, a medias sentido, del mar. —¡Ay, belleza! —susurró Emily, con apasionamiento, levantando las manos hacia las estrellas—. ¿Qué habría hecho sin ti todos estos años? La belleza de la noche, su perfume, su misterio… Tenía el alma plena de esa belleza. En ese preciso momento, no había lugar para nada más. Se inclinó hacia fuera y levantó la cara hacia el cielo enjoyado, una cara absorta, extasiada.
Y entonces lo oyó. Una señal suave en el bosque de John el Altivo: dos notas altas y una baja, larga, la viejísima llamada que en un tiempo la habría hecho salir corriendo entre las sombras hacia los abetos.
Emily siguió sentada, convertida en piedra, con la cara blanca enmarcada por la hiedra que se arracimaba alrededor de la ventana. El estaba allí, Teddy estaba allí, en
el bosque de John el Altivo, esperándola, llamándola como antes. ¡Esperándola! Estuvo a punto de ponerse de pie de un salto, a punto de bajar corriendo las
escaleras hasta donde él la esperaba. Pero… ¿no estaría tratando de averiguar si seguía teniendo su antigua ascendencia sobre ella?
Se había ido dos años atrás sin escribirle una palabra de despedida. ¿Podía el orgullo de los Murray aceptarlo? ¿Podía el orgullo de los Murray salir corriendo a
encontrarse con el hombre que la había tenido en tan poca consideración? El orgullo
de los Murray no podía. El rostro joven de Emily adquirió, a la luz difusa, las líneas de una obstinada determinación. No iría. Que la llamara todo lo que quisiera. «Silba y hacia ti iré, doncel mío»… ¡cómo no! Eso se había terminado para Emily Byrd Starr.
Que Teddy Kent no creyera que podía irse y volver, como se van los años, y que siempre la encontraría esperando dócilmente su señal señorial.
La llamada se oyó otra vez… dos veces. Él estaba ahí, tan cerca de ella… En un momento, si quería, podía estar junto a él, con sus manos en las de él, con los ojos de él mirándola, tal vez…
¡Se había ido sin despedirse!
Emily se levantó con gesto lento y encendió la lámpara. Se sentó ante su
escritorio, cerca de la ventana, cogió la pluma y se puso a escribir, o a tratar de escribir. Escribió sin detenerse. Al día siguiente encontró hojas cubiertas con
repeticiones sin sentido de viejos poemas aprendidos en la escuela y, mientras escribía, escuchaba. ¿Volvería a llamarla? ¿Una vez más? No. Cuando Emily estuvo
segura de que no iba a llamarla otra vez apagó la luz y se tendió en la cama con la cara sobre la almohada. El orgullo estaba satisfecho. Le había demostrado que no la manejaba con un silbidito. Ah, cómo agradecía haber tenido la firmeza de no acudir a
su llamada. Y seguramente fue por esa razón que su almohada estuviera empapada de
lágrimas salvajes.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora