1
El año siguiente a la muerte del señor Carpenter transcurrió sereno para Emily, sereno, agradable y, aunque ella intentaba ahogar este pensamiento, algo monótono. No estaba Ilse, no estaba Teddy y no estaba el señor Carpenter. Perry sí, pero sólo de vez en cuando.
Claro que en el verano tenía a Dean. Ninguna muchacha podía sentirse demasiado sola con Dean Priest de amigo. Habían sido muy buenos amigos desde aquel día, tantísimo tiempo atrás, en que ella se cayó por el borde rocoso en la bahía de Malvern y Dean la rescató. No importaba en lo más mínimo que él cojeara un poco y tuviera un hombro más alto que el otro, o que el brillo soñador de sus ojos a veces le diera a su cara un aspecto extraño.
En general, no había nadie en el mundo entero que a ella le gustara tanto como Dean. Cuando pensaba esto, Emily siempre ponía en cursiva el gustar. Había algunas cosas que el señor Carpenter no sabía.
A la tía Elizabeth, Dean nunca le había caído del todo bien. Pero es que la tía Elizabeth no quería a ninguno de los Priest. Entre los Murray y los Priest parecía haber una incompatibilidad temperamental insalvable, a pesar de los esporádicos matrimonios entre los dos clanes. «Caramba con los Priest», solía decir la tía Elizabeth, desdeñosa, relegando a todo el clan, del primero al último, al limbo con un ademán de su mano típicamente Murray, delgada y nada bonita. «¡Caramba con los Priest!».
—Los Murray son Murray y los Priest son Priest y nunca deberían juntarse —dijo una vez Emily, en una traviesa y desvergonzada alteración de la cita de Kipling cuando Dean le preguntó, simulando desesperación, por qué sus tías no lo querían.
—Tu vieja tía abuela Nancy, de Priest Pond, me detesta —dijo, con la sonrisita caprichosa que a veces le daba un gracioso aire de gnomo—. Y las señoras Laura y Elizabeth me tratan con esa cortesía gélida que los Murray reservan para sus más amados enemigos. Ay, creo saber por qué.
Emily se ruborizó. Ella también comenzaba a tener una desagradable sospecha de por qué las tías Elizabeth y Laura mostraban con Dean una cortesía más fría que antes. No quería pensarlo, arrojaba la sospecha lejos con rabia y le cerraba las puertas del pensamiento cada vez que ésta se entrometía. Pero el pensamiento gimoteaba ante su puerta y se negaba a ser desterrado. Dean, como todas las demás cosas y todas las demás personas, parecía haber cambiado de la noche a la mañana. ¿Y qué implicaba, qué sugería el cambio? Emily se negaba a responder a aquella pregunta. La única respuesta era demasiado absurda. Y desagradable. ¿Dean Priest estaba dejando de ser amigo para convertirse en enamorado? Qué
tontería. Qué redomada tontería. Qué desagradable tontería. Porque ella no lo quería
de enamorado y sí lo quería, locamente, de amigo. No podía perder su amistad. Era
demasiado querida, demasiado deliciosa, estimulante y maravillosa. ¿Por qué pasaban esas cosas diabólicas? Cuando Emily llegaba a este punto de sus divagaciones
siempre se detenía y volvía atrás, furiosa, en sus pasos mentales, aterrada al darse
cuenta de que estaba a punto de admitir que «esa cosa diabólica» ya había sucedido o estaba en pleno proceso.
En cierto sentido, para ella fue casi un alivio cuando, una noche de noviembre, Dean le dijo, como de pasada:
—Supongo que pronto tendré que pensar en mi migración anual.
—¿Adónde vas este año? —preguntó Emily.
—A Japón. No he estado nunca. Ahora no tengo ganas especiales de ir pero ¿para qué voy a quedarme? ¿Tú querrías charlar conmigo en la sala de estar todo el
invierno, en presencia de tus tías?
—No —respondió Emily, entre una risa y un estremecimiento. Recordó una feísima noche de otoño en que llovía torrencialmente y soplaba un fuerte viento; no pudieron pasear por el jardín y tuvieron que sentarse en la habitación donde la tía Elizabeth tejía y la tía Laura hacía crochet junto a la mesa. Había sido espantoso.
Pero ¿por qué? ¿Por qué no podían hablar con la misma libertad, ligereza e intimidad con que hablaban en el jardín?
La respuesta a esto al menos no tenía nada que ver con el sexo. ¿Era porque hablaban de tantas cosas que la tía Elizabeth no entendía y, por consiguiente, no aprobaba? Tal vez. Pero, fuese cual fuese la causa, habría sido lo mismo que Dean estuviera al otro lado del universo al efecto de mantener una
conversación real.
—De manera que me voy —dijo Dean, esperando que esta muchacha exquisita, alta y blanca dijera, en aquel viejo jardín, que lo añoraría terriblemente.
Lo había dicho en todos y cada uno de los fugaces otoños de muchos años. Pero esta vez no lo dijo. Se dio cuenta de que no se atrevía. Otra vez… ¿por qué?
Dean la miraba con ojos que podían ser tiernos, tristes o apasionados, según él deseara, y que ahora parecían una mezcla de las tres expresiones. Debía oírla decir que lo añoraría. Su verdadero motivo para irse aquel invierno era que ella se diera cuenta de cuánto lo añoraba, que ella sintiera que no podía vivir sin él.
—¿Me echarás de menos, Emily?
—Por supuesto —respondió Emily con ligereza, con demasiada ligereza.
Otros años había sido muy franca y seria sobre aquel particular. Dean no lamentaba del todo el cambio. Sin embargo, no pudo adivinar la actitud mental que yacía detrás.
Seguramente ella había cambiado porque sentía algo, sospechaba algo, de lo que él había luchado años por ocultar y ahogar como una completa locura. ¿Y entonces?
¿Era esta nueva ligereza un indicio de que ella no quería darle demasiada importancia a admitir que lo echaría de menos? ¿O era sólo la defensa instintiva de una mujer
contra algo que implica o evoca demasiado?
—Va a ser tan terrible este invierno aquí sin ti, sin Teddy y sin Ilse que no quiero ni pensarlo —prosiguió Emily—. El invierno pasado fue malo. Y éste va a ser peor, lo sé. Pero tengo mi trabajo.
—Ah, sí, claro, tu trabajo —asintió Dean con una inflexión tolerante y algo
divertida en la voz, que últimamente siempre aparecía cuando hablaba de su «trabajo», como si le pareciera divertidísimo que ella llamara «trabajo» a su manía de
llenar cuadernos. Bueno, había que seguirle la corriente a aquella niña encantadora.
En palabras no lo habría dicho con más claridad. Su significado golpeó el alma sensible de Emily como un latigazo.
Y de un solo golpe todo su trabajo y sus ambiciones se volvieron, momentáneamente al menos, tan infantiles y sin importancia como Dean los consideraba. Ella no podía defender sus convicciones ante él. Él tenía que saber. Era tan inteligente, tan educado… El tenía que saber. Eso era lo angustioso. Ella no podía hacer caso omiso de su opinión. Emily sabía en lo más profundo de su corazón que no podría creer del todo en sí misma hasta que Dean
Priest no admitiera que ella podía hacer algo de veras valioso en ese sentido. Y él nunca lo admitía.
—Llevaré imágenes tuyas a todos los lados donde vaya, Estrella —decía Dean.
Estrella era el viejo apodo que le había dado, no un juego de palabras por su apellido sino que decía que ella le recordaba a una estrella—. Te veré sentada en tu habitación junto a esa vieja ventana, tejiendo tus bonitas telas de araña, caminando por este viejo jardín, paseándote por el Camino del Ayer, mirando el mar. Cada vez que recuerde algo de la belleza de Blair Water te veré. Después de todo, toda esa belleza no es más que el marco para una mujer hermosa.
«Tus bonitas telas de araña», ah, ahí estaba. Eso fue todo lo que Emily oyó. Ni siquiera se dio cuenta de que él le decía que la consideraba, a ella, una mujer hermosa.
—¿Piensas que lo que escribo no son más que telas de araña, Dean? —preguntó, sofocada.
Dean pareció convincentemente sorprendido.
—Estrella, ¿qué otra cosa es? ¿Tú qué piensas que es? Yo me alegro de que te diviertas escribiendo. Es espléndido tener un pasatiempo así. Y si puedes ganar algunas monedas con él, pues, bienvenidas, también, en el mundo en que vivimos. Pero no me gustaría que soñaras con ser una Brontë o una Austen y que cuando
despertaras te dieras cuenta de que habías desperdiciado tu juventud en un sueño.
—No me creo una Brontë ni una Austen —replicó Emily—. Pero hace tiempo no pensabas lo mismo, Dean. Antes pensabas que algún día yo sería capaz de hacer algo.
—Los sueños de una criatura no se aplastan —dijo Dean—. Pero sería una tontería llevar los sueños de la infancia a la madurez. Es mejor enfrentarse a los hechos. Tú escribes cosas encantadoras, a tu manera, Emily. Conténtate con eso y no
desperdicies tus mejores años ansiando lo inalcanzable ni luchando por llegar a alturas que están lejos de tus posibilidades.
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Emily triunfa
Teen FictionÚltima parte de la serie Emily está convencida de que va a convertirse en una escritora de éxito. Pero sabe que para ello necesita tener cerca al que ha sido su amor desde la infancia, Teddy Kent. Cree que su amor va a durar eternamente y que juntos...