CAPÍTULO ONCE

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                    1
Cuando llegó la carta de Teddy, la primera en tanto tiempo, a Emily le temblaban tanto las manos que le fue difícil abrirla.
Tengo que contarte algo muy extraño que ha sucedido —escribía él—. Tal vez ya lo sepas. Y tal vez no sepas nada y pienses que me he vuelto loco. Yo no sé qué pensar al respecto. Sólo sé lo que vi, o creí ver. Estaba esperando para comprar el pasaje para el tren que hace la conexión con el buque de Liverpool,
dispuesto a zarpar en el Flavian. De pronto sentí que me tocaban el brazo, me volví y te vi a ti. Te lo juro.
Tú me dijiste:
«Teddy, ven». Me quedé tan sorprendido que no pude ni pensar ni decir nada. Sólo podía seguirte. Tú corriste, no… no corriste. No sé cómo avanzabas, sólo sé que te alejabas. Qué raro suena todo esto. ¿Estaba loco? Y de repente desapareciste, aunque ya estábamos lejos de la multitud, en un espacio abierto donde no había nada que pudiera impedirme verte. Sin embargo, te busqué por todas partes y cuando recuperé el sentido de la realidad el tren se había ido y yo había perdido el pasaje para el Flavian. Me puse furioso, estaba avergonzado, hasta que se supo la noticia. Entonces un escalofrío me recorrió la espalda. Emily, no estás en Inglaterra, ¿verdad? Es imposible que estés en Inglaterra. Pero entonces ¿a quién vi en la estación? Lo que haya sido, creo que me salvó la vida. Si hubiera zarpado en el Flavian… pero no zarpé. Gracias a… ¿a
qué? Pronto estaré en casa. Zarpo en el Moravian, si tú no vuelves a impedírmelo. Emily, hace tiempo oí una
extraña historia relacionada contigo, algo que tenía que ver con la madre de Ilse. Casi la había olvidado. Cuídate. En la actualidad ya no queman a las brujas, pero… No, no queman a las brujas. Pero… Emily sintió que podría haberse enfrentado con más facilidad a la hoguera que a lo que la esperaba.

                    2
Emily subió por el sendero de la colina para encontrarse con Dean en la Casa Desilusionada. Ese día había recibido una nota de él, escrita a su regreso de Montreal, en la cual le pedía que lo esperara allí al atardecer. Estaba esperándola frente a la puerta, ansioso y feliz. Los petirrojos silbaban con suavidad en el bosque de abetos rojos y la noche olía a bálsamo. Pero el aire alrededor de los dos estaba cargado con el sonido más extraño, más triste, más inolvidable de la naturaleza: el ruido suave e incesante en una playa lejana en la quietud del anochecer después de una tormenta. Un ruido que se oía pocas veces y se recordaba para siempre. Era más triste que el viento y la lluvia en medio de la noche. En él está todo el dolor y toda la desolación de la creación. Dean dio un rápido paso adelante para recibirla, pero se detuvo en seco. La cara de Emily, sus ojos, ¿qué había pasado en su ausencia? Ésta no era
Emily, esta muchacha extraña, blanca, remota, en el crepúsculo pálido.
—Emily, ¿qué pasa? —preguntó Dean, sabiéndolo antes de que ella se lo dijera.
Emily lo miró. Si uno tiene que asestar un golpe mortal, ¿para qué intentar suavizarlo?
—Dean, a pesar de todo no puedo casarme contigo —dijo—. No te amo.
Era todo lo que podía decir. No había excusas, no había defensa. No existían. Pero era espantoso ver desaparecer así toda la felicidad del rostro de una persona.
Siguió un breve silencio, un silencio que pareció una eternidad con esa pena insoportable del mar que palpitaba atravesándolo todo. Entonces, con mucha calma, Dean dijo:
—Yo sabía que no me amabas. Pero estabas… contenta con la idea de casarte conmigo… antes. ¿Por qué ahora es imposible?
Tenía derecho a saberlo. Emily procedió a contar su increíble historia a
trompicones.
—¿Te das cuenta? —preguntó para terminar, sintiéndose muy desgraciada—. Puedo llamarlo así a través del espacio, le pertenezco. Él no me ama, nunca me
amará, pero yo le pertenezco… Ay, Dean, no me mires así. Tenía que decírtelo pero, si tú quieres, me casaré contigo. Lo que sí sé es que, si yo lo sabía, tú también tenías que saber toda la verdad.
—Ah, una Murray de la Luna Nueva siempre cumple con su palabra. —La cara de Dean se contorsionó, patéticamente—. Te casarás conmigo si yo quiero. Pero yo no quiero… ahora. Me doy cuenta, tanto como tú, de que es imposible. No voy a casarme con una mujer cuyo corazón pertenece a otro hombre.
—¿Podrás perdonarme algún día, Dean?
—¿Qué tengo que perdonarte? Yo no puedo evitar amarte y tú no puedes evitar amarlo a él. Dejemos las cosas como están. Ni siquiera los dioses pueden componer lo que está roto. Tendría que haber sabido que sólo la juventud llama a la juventud, y yo nunca he sido joven. Si lo hubiera sido alguna vez, aunque fuera viejo ahora, habría podido retenerte.
Se cubrió la cara con las manos. Emily se sorprendió pensando en lo agradable, lo buena compañera, lo dulce, que sería la muerte.
Pero cuando Dean levantó la cara, algo había cambiado en él. Tenía la expresión
burlona y cínica de antes.
—No te pongas tan trágica, Emily. Un compromiso que se rompe es cosa de todos
los días. Y no hay mal que por bien no venga. Tus tías darán gracias a todos los dioses conocidos y por conocer, y mi familia pensará que me escapé como un pajarito de la trampa del cazador. Sin embargo, cómo desearía que esa vieja abuela escocesa
que te pasó ese peligroso don se hubiera llevado su segunda visión a la tumba.
Emily apoyó las manos en la columna del porche y la cabeza entre ellas.
La expresión de Dean volvió a cambiar cuando la miró. Al hablar, su voz fue muy dulce, aunque fría. Todo el brillo, el color y el calor habían desaparecido.
—Emily, te devuelvo tu vida. Ha sido mía, recuerda, desde que te salvé aquel día en las rocas de Malvern. Ahora es tuya otra vez. Y finalmente tenemos que decirmos adiós, a pesar de nuestro viejo pacto. Dilo brevemente, todos los adioses deberían ser
rápidos y para siempre.
Emily se volvió y lo cogió del brazo.
—Oh, no, adiós no, Dean. ¿No podemos seguir siendo amigos? No puedo vivir sin tu amistad.
Dean le cogió la cara entre las manos, la carita helada de Emily que él había soñado ver ruborizada ante un beso suyo, y la miró grave y tiernamente.
—No podemos volver a ser amigos, querida mía.
—Pero, te olvidarás, llegará un momento en que no te importará…
—Creo que un hombre tendría que morirse para olvidarte. No, Estrella, no
podemos ser amigos. Tú no quieres este amor y este amor ha echado a todos los demás sentimientos. Me voy. Cuando sea viejo, viejo de verdad, volveré y tal vez
entonces seamos amigos otra vez.
—No podré perdonármelo nunca.
—Vuelvo a preguntarte, ¿por qué? No te hago ningún reproche, hasta te doy las gracias por este año que he vivido. Para mí ha sido un regalo digno de un rey. Nada
podrá quitármelo nunca. Después de todo, no cambiaría ese último verano de perfección por toda una generación de la felicidad de otros hombres. ¡Mi Estrella, mi
Estrella!
Emily lo miró y en sus ojos estaba el beso que él nunca le había dado. Qué lugar solitario sería el mundo cuando Dean se hubiera ido, ese mundo que, de pronto, se
había vuelto tan viejo. ¿Podría olvidar alguna vez sus ojos, con esa expresión de un dolor terrible?
Si él se hubiera ido en aquel momento, ella nunca habría sido libre del todo, siempre habría quedado encadenada a esos ojos lastimeros y a la certeza del daño que
le había causado.
Tal vez Dean se dio cuenta, porque hubo un aire de triunfo maligno
en su sonrisa de despedida cuando se volvió para irse. Caminó por el sendero, se detuvo con la mano sobre el portón, se volvió y regresó a ella.

                    3
—Emily, yo también tengo algo que confesar. Será mejor que me quite este peso de la conciencia. Una mentira, algo muy feo. Te gané con una mentira, creo. Tal vez por eso no pude retenerte.
—¿Una mentira?
—¿Recuerdas aquella novela tuya? Me pediste que te dijera lo que de verdad me parecía. No lo hice. Te mentí. Es una buena obra, muy buena. Ah, claro que tiene
algunos errores, es algo sentimental, demasiado tensa. Todavía necesitas pulir algunas cosas, aprender a contenerte. Pero es buena. La encontré fuera de lo común, tanto en la idea como en el desarrollo. Tiene encanto y tus personajes están vivos. Son naturales, humanos, deliciosos. Bueno, ahora ya sabes lo que me pareció.
Emily lo miró y un rubor cubrió de pronto la palidez de su carita torturada.
—¿Era buena? La quemé —dijo, en un susurro.
Dean se sobresaltó.
—¡La quemaste!
—Sí. Y nunca podré volver a escribirla. ¿Por qué… por qué me mentiste? ¡Tú!
—Porque aborrecía esa novela. Estabas más interesada en ella que en mí. Habrías encontrado editor y habría sido un éxito. Yo te habría perdido. Qué espantosos
parecen algunos motivos cuando uno los pone en palabras. ¿La quemaste? Parece superfluo decirte que lamento muchísimo todo esto. Es superfluo pedirte perdón.
Emily se rehízo. Ahora era libre de verdad, libre del remordimiento, de la
vergüenza, del pesar. Era ella misma otra vez. Ahora estaban empatados.
«No debo guardarle rencor a Dean por esto, como el viejo Hugh Murray», pensó,
confusamente. Y dijo en voz alta:
—Pero sí, sí te perdono, Dean.
—Gracias. —Él miró la casita gris que estaba a espaldas de Emily—.
Así que seguirá siendo la Casa Desilusionada. Parece que es su destino. Al parecer, las casas,
como la gente, no pueden escapar a su sino.
Emily apartó la mirada de la casita que había amado, que seguía amando. Ahora jamás sería suya. Seguiría hechizada por los fantasmas de hechos que nunca habían ocurrido.
—Dean, aquí tienes la llave.
Dean negó con la cabeza.
—Guárdala hasta que te la pida. ¿De qué me serviría ahora? Puedo venderla, claro, pero me parece un sacrilegio.
Todavía quedaba algo. Emily tendió la mano izquierda, sin mirar. Dean tenía que quitarle la esmeralda que le había regalado. Sintió que se la quitaba del dedo, dejando
un lugar frío donde antes la esmeralda había formado un aro de calor sobre su carne, como un círculo espectral. Muchas veces le había parecido una cadena, pero le
invadió una ola de dolor cuando sintió que se le iba para siempre. Pues con ella se había ido algo que había hecho hermosa la vida durante años: la maravillosa amistad
y camaradería de Dean. Perder eso… para siempre. Ella no sabía lo amarga que podía
ser la libertad.
Cuando Dean desapareció de su vista, cojeando, Emily se fue a casa. No había más que hacer. Se fue con el triunfo burlón de que por fin Dean había admitido que ella escribía bien.

                    4
Si el compromiso de Emily con Dean había provocado una conmoción en las familias, su ruptura causó una tormenta aún mayor. Los Priest estaban encantados e indignados al mismo tiempo, pero los incoherentes Murray estaban furiosos.
La tía Elizabeth había sido contraria al compromiso, pero era más contraria todavía a la ruptura. ¿Qué diría la gente? Y se dijeron muchas cosas sobre «la volubilidad de los Starr». —¿Y tú esperabas —preguntó el tío Wallace, sarcástico— que esa muchacha no cambiara de idea de un día para otro? Todos los Murray opinaron según su particular idiosincrasia, pero, por alguna razón, el dictamen de Andrew fue el que más veneno dejó en el espíritu herido de Emily. Andrew había aprendido una palabra en algún lado: dijo que Emily era «temperamental». La mitad de los Murray ignoraba lo que significaba, pero se abalanzaron sobre la palabrita. Emily era «temperamental», así de sencillo. Lo explicaba todo, y de allí en adelante se le pegó como las espinas de un cardo. Si escribía un poema, si no le gustaba el pastel de zanahoria cuando a todo el resto de la familia sí le gustaba, si no llevaba el cabello recogido cuando todo el mundo lo llevaba así, si gustaban las caminatas solitarias por las colinas a la luz de la luna, si algunas mañanas parecía haber pasado la noche en vela, si se le ocurría estudiar las estrellas con unos prismáticos, si se murmuraba que la habían visto bailando sola a la luz de la luna en medio de un campo de heno de la Luna Nueva, si se le llenaban los ojos de lágrimas simplemente al ver algo hermoso, si prefería estar en el «viejo huerto» en lugar de en un baile en Shrewsbury…, todo era porque era temperamental.
Emily se sentía sola en un mundo hostil. Nadie, ni siquiera la tía Laura, la comprendía. Hasta Ilse le escribió una carta bastante extraña, en la cual cada oración contradecía alguna otra, y que dejó a Emily con una desagradable y confusa sensación de que Ilse la quería tanto como siempre, pero que ella también la consideraba «temperamental». ¿Ilse podría haber sospechado, por azar, que tan pronto Perry Miller se enteró de que «todo había terminado» entre Dean Priest y Emily Starr, había vuelto a la Luna Nueva a pedirle que se casara con él? Emily lo había despachado pronto, de una manera que hizo jurar a Perry, irritado, que ya había terminado con aquella mona orgullosa. Pero ya lo había jurado muchas veces.

Emily triunfaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora